PopNovel

Leer en PopNovel

Maldición Willburn

Maldición Willburn

Autor:Zelá Brambillé

En proceso

Introducción
Giselle Callahan ha resistido el acecho de monstruos y penurias. Sus cicatrices evidencian una infancia de abusos, intemperie y miedos que no se han ido del todo. Por fortuna, una pareja la adoptó y la colmó de cariño y bienestar. Sus padres adoptivos le dieron un hogar, pero el fantasma de su hermana muerta le recuerda que nunca será suficiente, que tarde o temprano la abandonarán. Giselle se refugió en placeres excesivos, fiestas donde nunca faltaron el alcohol, las drogas y las relaciones amorosas fugaces. Su camino de autodestrucción la acerca al peligro, y no hay nada más peligroso que Rowdy Willburn... O eso es lo que ella cree. *** Zelá Brambillé, la joven y talentosa autora fallecida el 4 de agosto de 2021 con tan solo 27 años, se refirió a sus novelas de la siguiente manera: «Si mis historias no me hacen llorar, no me llenan. Si no me causan ese estremecimiento en el corazón, ya sea de tristeza o de felicidad, no son suficientemente buenas para mí». Maldición Willburn cumple con creces con las expectativas de Zelá Brambillé.
Abrir▼
Capítulo

Hojeé el librito de color azul, se sentía familiar, ya conocía la sensación de tenerlo entre mis manos. No era extraño que lo sintiera tan mío, raro habría sido no sentirlo como mi otra piel después del dolor con el que había plasmado cada letra. Era lo más cercano a un recuerdo, lo único tangible que tenía para recordar mis sentimientos, para no perder el suelo.

Cansado, dirigí mi mirada hacia la chica a mi lado, contemplé las suaves ondas de color fuego. Mis dedos picaron, quería tocarla, así que me aferré a las notas para no sucumbir al deseo, no estaba listo para dejarlo. Ella se dio la vuelta y murmuró algo incomprensible, las sábanas abrazaban el cuerpo desnudo en el que me había perdido la noche anterior, y casi todas las de los últimos meses. La visión me sobrecogió.

De pronto, me sentí perdido y culpable.

El problema no era la perfecta mujer de cabello rojo, estaba seguro de que en otras circunstancias me habría enamorado de ella; pero yo había entregado mi corazón hacía mucho tiempo y esa persona ya no se encontraba cerca para que me lo regresara.

No podía amar porque esos sentimientos no me pertenecían, o, quizá, sí, pero no quería enamorarme de otra, no podía suplantar el recuerdo, no podía olvidarla.

Leí, esperando que se apaciguaran las llamas que empezaban a consumirme, aunque ya me sabía las oraciones de memoria:

Tenía cáncer de piel, mi mamá me obligaba a asistir a las sesiones de quimioterapia. Yo no quería ir porque dolía y me hacía llorar. No me gustaba sentir que podía morir, ella lloraba todo el tiempo cuando creía que estaba dormido. Siempre me sentaba en la misma silla y miraba el techo decorado con peces colgantes. La medicina me arrebataba todo, era como si un fuego me consumiera y el humo opacara lo que alguna vez tuve en mi vida. Todo era un paisaje difuso hasta que te vi.

Entraste a la sala con una bata azul, igual a la mía, un gorrito ocultaba ese cabello que desconocía. Eras bonita, demasiado, no voy a negarlo; eso fue lo primero que pensé. Tus ojos eran grises, tanto que casi no podía distinguirlos. Pero eso no era lo que más me incomodaba, lo que me pareció desconcertante fue lo mucho que me gustó tu sonrisa.

Te observé de cerca, no podía despegar mis ojos de ti. Era como si un imán me estuviera obligando a mirarte. Quería hacer otra cosa, pero era eso o ver las pupilas tristes de mamá, así que te elegí. Te sentaste con una muchacha que te tomaba de la mano, ella no lloraba, tú tampoco. La enfermera Mildred colocó tu medicina, pensé que harías un escándalo como muchos otros, como yo hacía en ocasiones; pero tú no lo hiciste, te mantuviste quieta y con los ojos cerrados. Te dolía, lo sabía, seguramente mucho. Solo apretaste la mano de la chica castaña y enfrentaste tu primera quimioterapia. Supe que eras genial.

Al día siguiente volviste y pasó exactamente lo mismo, el único gesto de dolor era una mano que se volvía blanca mientras apretaba otra. Me pregunté si algún día te romperías, parecías una heroína de las historietas con ese semblante duro e inquebrantable. Luego vi una lágrima descender de tu pómulo, te rompiste. Tu dedo índice fue directo a la gota para arrebatarla con júbilo, tus comisuras se alzaron tan despacio que, aun ahora, puedo recordar lo mucho que te costó hacerlo, pero sonreíste y volviste a cerrar los párpados. Cuando yo lloraba solo gritaba y me enojaba con todos, jamás sonreía. Me sentí diminuto, eras más fuerte que yo. La mujer maravilla me pareció una mujer normal, tú eras más maravillosa.

Lilibeth. Ese era tu nombre.

Siempre llegabas a la misma hora y te sentabas en el mismo sitio. Tus acompañantes nunca se despegaban de ti. Se me pasaban los minutos esperando que te dejaran sola, era demasiado tímido como para atreverme a hablarte con ellas ahí, con mi madre mirándome. Solo quería acercarme.

Un día hallé la oportunidad, me levanté, decidido a averiguar el sonido de tu voz o quizá solo ver tus dos ojos grisáceos. No lo sé, ni siquiera yo entendía por qué me parecías asombrosa. Después de todo, ahí había muchísimos chicos como yo, como tú, como nosotros. Justo a la mitad del camino, me detuve. ¿Qué estaba haciendo? Iba a regresar, pero tus párpados revolotearon y tus pupilas se estacionaron en las mías. Pasó algo increíble… Me sonreíste.

Un billón de mariposas se instalaron en mi estómago, sentí mis mejillas calientes y no supe qué hacer. Regresé corriendo a mi asiento, agitado y angustiado de que hubieras sido testigo de semejante desliz. Seguramente te burlarías, no quería que pensaras que era un tonto. Me atreví a alzar la cabeza para enfocarte, imaginando tu gesto burlón y tus carcajadas. Una vez más me asombraste, solo me mirabas. No despegamos los ojos en toda la sesión.

Mirarte me hacía sentir fuerte, mientras te miraba se me olvidaba que la medicina corría por mi cuerpo y amenazaba con consumirme desde adentro. Si me concentraba en tus ojos, recibir quimioterapia no era tan malo. Tú parecías pensar lo mismo, eso quería creer.

Te gustaba la misma gelatina que a mí, siempre rechazabas esa cosa amarilla y pedías un tarrito de color verde. También cargabas contigo un cuaderno en el que pasabas los minutos dibujando, moría por ver las hojas, y no puedo olvidar el libro celeste con un castillo en la portada, nunca lo perdías de vista. Creí que pasaría toda la vida mirándote de lejos, buscando en qué más eras perfecta, enumerando lo que hacías y lo que dejabas de hacer. Hasta que un día, sin aviso o consideración, le pediste a la enfermera Mildred que te sentara en la silla de al lado.

Me puse nervioso, mis manos comenzaron a sudar cuando te vi caminar como si estuvieras saltando por las nubes. Eras lo más parecido a un ángel, eras luminosa. No había ojo en aquel sitio que no quisiera mirarte actuar como si aquello fuera un parque de diversiones. Actuabas como si no hubiéramos estado rodeados de niños con cáncer. Era como si tú no estuvieras enferma. Me enojé contigo en ese momento.

No tenía motivo alguno para molestarme, pero no podía entender cómo era que podías hacer lo que hacías. Te admiraba, lo hacía, pero me desesperaba que tuvieras un mundo pintado de rosa y el mío no fuera claro. Así que te sentaste en la silla contigua, dibujaste, apretaste la mano de la misma chica y comiste gelatina verde. Te escuché chistar, sin embargo, te ignoré a pesar de que moría por ver tus ojos para olvidar que el cáncer dolía.

Dejaste de hacerlo y pediste que te regresaran a tu viejo lugar. No volviste a levantar tus ojos para mirarme, mucho menos me sonreíste. Me arrepentí.

No sabía qué hacer para disculparme, debía hacerlo porque se sentía como si fuéramos amigos, pero tú también me ignoraste cuando te pedí una disculpa. Iba a alejarme, necesitaba huir. No pude hacerlo porque dijiste mi nombre en voz alta. No sabía qué me emocionaba más: por un lado, tú ya no estabas molesta y querías compartir tu gelatina conmigo; por el otro, sabías mi nombre.

Desde ese día hicimos todo juntos, comíamos lo que nos ofrecían, nos sentábamos cerca, compartíamos nuestras experiencias. Me gustaba escucharte hablar porque era como si estuviera charlando con alguien mayor, solamente entendía la mitad de lo que decías. Era divertido pasar la tarde riendo, buscando cosas divertidas en un lugar aburrido. No sé si eran las cosas o si tú eras la que me hacía ver todo de otro modo.

Una vez te dije que tenía miedo a morir y dejar a mis padres, me aterraba la idea de no conocer las cosas buenas del mundo. ¿Recuerdas lo que me respondiste? Dijiste que el cáncer era bueno porque nos hacía valorar el ahora. El cáncer no es bueno, pero me enseñaste a ver los buenos detalles de las cosas malas.

Vivía rechazando el cariño de los seres que me rodeaban, tú te diste cuenta y me preguntaste cuál era mi problema. Te dije que el problema eras tú porque creías que podíamos ser felices. Me llamaste cobarde, tu voz sonaba furiosa, tus ojos grises eran como tornados incontrolables. Me gritaste, me llamaste egoísta, tus palabras todavía siguen repiqueteando en mi cabeza a pesar del tiempo. Te molestó que no pudiera darme cuenta del amor inmenso que me tenía mi madre, ¿cómo no podía darme cuenta de que tenía que luchar y no lamentarme? Ya tenía cáncer y estaba venciendo porque no era valiente para enfrentarlo. Mierda, tenías razón. El problema era yo.

En ese entonces tenías siete años, yo ocho. Nunca te lo dije: eras la niña más sabia sobre la Tierra.

Intenté demostrarte que yo también era fuerte, quería que me miraras como alguien parecido a ti. Hay superhéroes que no nacen siéndolo, podía adquirir el poder en el camino. Así que dejé que mi madre tomara mi mano por primera vez y no lloré, resistí. Me convertí en alguien temerario por ti.

Pasabas todas las tardes dibujando, tus lápices de colores y carboncillos manchaban tus manos. Dejabas que pasara el tiempo mirándote dibujar, delinear, colorear. Ahí plasmabas lo que tu corazón deseaba, te gustaban las mariposas, los cuentos de hadas, las estrellas y amabas a tu familia. Tu cuadernillo consistía en una colección mágica de eso. Una vez, me ordenaste que me quedara quieto, deseabas retratarme. Pude volar, era parte de tu mundo.

Me daba gracia ver que sacabas la lengua como si estuvieras concentrada, estabas sentada sobre tus rodillas y te movías en el papel al igual que un pintor experimentado. No sabía mucho sobre arte, pero para mí eras una artista, lo sigues siendo. De vez en cuando me lanzabas miradas para que dejara de moverme, terminé haciéndolo cuando me concentré en tu rostro. Si cierro los ojos todavía puedo recordar tu carita de princesa. Me lo mostraste y era como una fotografía llena de colores. En ese instante supe que no solo coloreabas los dibujos, también coloreabas mi existencia.

Y sí, me enamoré de ti a mi corta edad. Tenía cáncer de piel, tú tenías leucemia. ¿Por qué el mundo es tan jodido?

Cumpliste ocho, te llevé un pastel de chocolate con chispas de colores. Estabas feliz porque todos te llevaron globos, aquella habitación parecía un mar de bolas flotantes. El grupo de animación entró con trajes de payasos e hicieron bromas, regalaron dulces, nos hicieron reír. Fue uno de los mejores días de mi vida, sé que fue el mejor día de muchos. ¿Cómo no amar a la única sonrisa sincera entre tanta tristeza? Pero yo ya no estaba triste, yo te tenía.

Las tardes que antes detestaba ahora las añoraba como un sediento al agua. Corría por la avenida porque necesitaba llegar a ese cuarto de hospital para verte y contarte todo lo que había hecho el día anterior. Entraba a la clínica como un niño normal, me sentía sano. Por primera vez, después de mucho tiempo, quise curarme. Por primera vez quise luchar, por primera vez me sentí un guerrero fuerte e invencible. ¿Sabes por qué? Porque creías en mí, decías que saldríamos, que lo lograríamos. Yo veía tus dos pupilas brillantes y sabía que tanta luz jamás se apagaría.

Me dejabas tomar tu mano y yo dejaba que la apretaras. Te dejabas tomar la mano y yo la apretaba. Venceríamos al cáncer. Era nuestra promesa.

Así pasó. Casi salté de la felicidad cuando el doctor Robert te dijo que podías irte porque ya no había células dañadas en tu cuerpo. Tú estabas contenta, tus ojos centellaban más que nunca. También tuve miedo de que no volvieras, de no verte nunca más y que mi oscuridad regresara. Estaba seguro de que me olvidarías, regresarías a tu rutina y yo solo sería el chico enfermo con el que compartiste tiempo alguna vez; pero me visitaste cada día, nunca faltaste. Tu mano siempre sostuvo la mía.

Mis padres estaban contentos porque yo lo estaba, me di cuenta de lo egoísta que había sido, me di cuenta de que habías tenido razón aquella vez. Las Navidades ya no eran silenciosas, mi décimo cumpleaños estuvo repleto de fotografías. Tú te encontrabas ahí, tu cabello castaño estaba saliendo de nuevo, lo usabas amarrado en una trenza con muchas ligas de colores. Te gustaba, me lo dijiste. Te veías aún más hermosa que antes. No sé cómo alguien como tú se cruzó en mi vida.

Todo parecía marchar bien. El doctor Robert dijo que el tratamiento estaba dando resultado, que muy pronto yo también podría salir del hospital. ¿Sabes qué fue lo primero que se cruzó por mi cabeza? Encontrarte. Me convertiría en una persona libre del cáncer contigo. Lo habíamos logrado, princesa.

Pero dejaste de visitarme, pasaron los días y no aparecías, me puse malhumorado, no quería comer, no quería la quimioterapia. Tuve miedo. Solo quería verte.

El alma se me fue a los pies cuando entraste por esa puerta como el día en el que te conocí. El mismo gorrito elástico y la misma bata azul, ibas descalza. No entendía qué ocurría, mamá me dijo que te diera tu espacio. No pude acercarme. Tú alzaste la cabeza y me miraste como tantas veces habías hecho, tus comisuras se alzaron y me guiñaste. Te pusieron la medicina, había vuelto la maldita leucemia de mierda.

Otra vez te subestimé, pensé que ahora sí afrontarías esto con dolor; pero eras la misma heroína de siempre. Eras Lilibeth Winter, nadie podía vencerte.

No había monstruo capaz de doblegarte, no había tornado capaz de arrasarte, no había dolor suficiente para borrar tu mirada esperanzada cada vez que te sentabas en esa silla. No había medicina ni ardor que te hiciera olvidar quién eras. Esa pequeña niña que seguía dibujando y leyendo cuentos de princesas, seguías creyendo en los finales felices. Estabas convencida de que lo tendrías.

Tus diez años fueron los más especiales, esta vez no hubo una gran fiesta, dijiste que solo querías compartirlo conmigo. Comimos pastel y un motón de golosinas que una de las enfermeras nos dio a escondidas. Nos escapamos de la sala de quimioterapias con los pies descalzos y los trajes azules, corrimos por los pasillos lanzando risas incontenibles, recibiendo miradas de gente que se divertía por nuestro arrebato. Nos sentamos en la montaña de césped más cercana y nos acostamos en la hierba húmeda para mirar las nubes. Pensé que todo era perfecto… Hasta que te vi llorar.

Tus ojos se inundaron en lágrimas, tus dos pozos grises estaban nublados. No supe qué hacer. Solo me quedé a tu lado hasta que fuiste capaz de decirme lo que ocurría. No podía creer que mi mujer maravilla estuviera triste, pero sentir tristeza no te hacía más débil. Me susurraste que tenías temor, no deseabas defraudar a tu madre ni a tu hermana porque ellas se esforzaban por ti. Deseabas seguir peleando, y lo harías, solo querías sacar un poco esa agonía. Querías disfrutar del mundo y no podías, no podíamos. Sabes que te hubiera llevado a donde pidieras.

Quitaste el gorro que cubría tu cabeza desnuda y te quedaste mirando a la nada. Te limpiaste las lágrimas y dijiste que no entendías para qué habías nacido si ibas a morir tan pronto. No podías comprender por qué solo habías llegado para darle dolor a los seres que amabas. Me confesaste que preferías partir para que ellos dejaran de sufrir y tú también. Me dolió que dijeras eso porque, aunque suene egoísta, yo te necesitaba y tú parecías no verlo. Tenía miedo de que te dieras por vencida.

Me hiciste prometer que no diría nada y me obligaste a que cruzar los meñiques. Yo también te confesé que a veces había querido morir, pero que supe que había vida cuando te conocí. Y lloramos juntos, en el césped, nos tomamos las manos porque ya era algo común para nosotros. Tú limpiaste mi agua salada y yo limpié la tuya. Perdido en tu mirada grisácea. En la misma mirada en la que sigo perdido.

Me atreví a abrazarte por primera vez, tú me abrazaste de vuelta y lloraste más fuerte. ¿Por qué no podía ser más grande para luchar por ti? ¿Por qué tenía que ser un niño inútil?

Nos quedamos dormidos hasta que la enfermera Mildred nos llevó adentro para recibir el medicamento. Volviste a quedarte dormida en la silla y te contemplé. Te amaba, Lili, por Dios que lo hacía. Con tu carita pálida y las ojeras debajo de tus ojos, no importaba si tenías cejas o cabello, tampoco si eras delgada y menuda. Yo amaba que me miraras, amaba que me hablaras, amaba cualquier cosa que viniera de ti.

Me dolió tanto saber que estabas enferma de nuevo, me dolió porque no podía hacer nada para ayudarte. No podía gritar para liberar lo que sentía, no podía apretar la colchoneta para calmarlo, no podía enojarme porque nadie tenía la culpa. Así que solo lloré, otra vez. Después de todo, no era tan fuerte como creí.

Siempre escondías lo que sentías, me daba cuenta. Cuando nadie te miraba apretabas los dientes y fruncías el rostro. Cuando estábamos juntos te dabas el lujo de soltar unas cuantas lágrimas. Aprendí que un superhéroe no es aquel invencible, un superhéroe es aquel que da su vida, aunque eso signifique tener miedo. Tú te levantabas a pesar de que lo tenías.

No pasó mucho tiempo, quizá un par de meses, volvimos a ser los mismos de siempre. Se te metió la loca idea de enseñarme a dibujar, aunque era un desastre para eso. Un día llegó el doctor Robert y me dio una noticia que a cualquiera le hubiera parecido emocionante. Ya no estaba enfermo. Mi madre comenzó a saltar, tú también estabas feliz. No sé por qué a mí no me parecía tan increíble. Yo soñaba con salir para jugar contigo, no solo salir sin ti. Podía hacer una vida sin medicinas o preocupaciones, el problema era que tú no ibas a estar ahí. Quería llevarte conmigo y guardarnos a ambos en una burbuja donde nada ni nadie pudiera dañarnos.

Las cosas me parecían tan aburridas, tanto que me da risa. No importaba qué, cualquier cosa que hiciera me hacía recordarte. ¿Qué estarías haciendo? ¿Tendrías un nuevo amigo? ¿Te sentirías mejor? ¿Cumpliríamos nuestras promesas de viajar por el mundo algún día? Por eso casi no podían sacarme de esa habitación que había sido parte de mis días durante tanto tiempo.

Un día, fui al hospital para visitarte como cada vez, me sorprendió tanto ver a tu madre llorando en el sofá de la sala de espera. Se acurrucaba como un pequeño animalillo asustado y se balanceaba. Una presión se apoderó de mi garganta, angustiado no es la palabra correcta para definir mis sentimientos, no sabía qué estaba pasando. Nadie quería decirme nada, no importaba cuánto rogara y llorara. Nadie parecía entender que necesitaba saber qué te ocurría. ¿Dónde estabas? Mi madre me llevó lejos y me explicó todo.

El aire no fue suficiente, las paredes se cerraron a mi alrededor, creí que estaba mareado y que iba a vomitar en cualquier momento. Era solo un niño, pero eso se sentía como si el mundo estuviera colapsando, como si mi suelo se estuviera derrumbando. Salí corriendo porque no podía soportarlo.

No era tan valiente como para visitarte, a pesar de que mamá insistía todo el tiempo. Sabía que no tenías la culpa, sabía que yo no tenía la culpa, pero no entendía por qué la vida era tan cruel. ¿Por qué la persona que enfrentaba el cáncer con más valentía era la que tenía que sufrir más? ¿Por qué si tú nunca bajaste la cabeza? ¿Para qué tener fe si no funcionaba? Quizá tus cuentos de hadas solo eran cuentos y tú mentías. Era un tonto y un egoísta.

No pude mantenerme enojado mucho tiempo, terminé pidiéndole a mi madre que me llevara al hospital. Te habían dado una de las habitaciones, necesitabas estar en observación. Entré a tu cuarto, estabas dibujando algo y alzaste la vista por el ruido en el umbral. Pensé que me regalarías una de tus sonrisas, pero me ignoraste y continuaste con tu dibujo. Te pedí perdón y me lo diste porque así era tu alma. No obstante, me dejaste claro que te había lastimado. No había estado para ti cuando me necesitabas.

Fue difícil enterarme de que la leucemia había empeorado, lo que no se me ocurrió es que eso era peor para ti. Solo pensé en mí y todavía me sigo arrepintiendo. Tú siempre estuviste a mi lado y yo te fallé. Iba a recompensártelo.

Todos los días me quedaba en tu habitación para hacerte compañía, así podíamos charlar sin tener el ruido de la sala de quimioterapias. Tenía miedo, ¿qué iba a hacer sin ti, Lili? Eras mi farol en medio de una noche oscura, abandonada y desolada. Eras ese algo que me hacía querer despertarme los fines de semana por las mañanas para alcanzar el desayuno del hospital y comer a tu lado.

No pude más, me sentía nervioso y ridículo, pero quería que lo supieras por alguna razón extraña que no era capaz de comprender. Solo sabía que debía hacerlo. Tomé tus manos ese día, ambas, las sostuve, tus manitas delgadas que parecían las de una niña más pequeña. Y te lo dije, confesé cuánto me gustabas, cuánto te quería. Fueron las palabras más tontas y torpes, creo que incluso tartamudeé. No te juré amor eterno como en las películas, tampoco te prometí un cielo lleno de estrellas porque no podía dártelo. Solo te dije que estaba enamorado y que lo sabía porque me dolía lo que te dolía, me alegraba lo que te alegraba. Y no paraba de pensar en tu sonrisa.

Puedo rememorar tus facciones asombradas, te quedaste mirándome como si eso fuera un descubrimiento importante. Creí que me rechazarías, solo pudiste pronunciar que éramos muy pequeños como para enamorarnos de verdad. No lo sentí como un rechazo. Pero ¿quién dice cuántos años debemos tener para enamorarnos? ¿Quién dicta que un niño no podía amarte? Ahora soy grande y te sigo amando. Debiste creerme.

La edad no era el verdadero problema, no querías decirme qué era eso que podría separarnos para siempre. No quise obligarte. Así que te di un beso en la mejilla hasta que esta se calentó y se pintó de rosa intenso. Pensé que no podía amarte más, pero estaba equivocado.

Terminé comprendiendo por qué te negabas a aceptar lo que te decía. Bien podría haber volado sin alas, podría haber derretido Alaska, podría haber salvado la galaxia. Pero no querías que te quisiera por una razón: el cáncer. ¿Por qué se aferraba a estropear mi vida? Dime por qué, Lili. Tenías miedo de morir y dejarme solo con lo que sentía.

No me importó, seguí repitiendo lo mucho que te quería cada vez que podía. Tú fruncías el medio de las cejas como para regañarme, pero luego sonreías cuando creías que no te veía. De verdad pensaba que estaríamos juntos algún día.

El tratamiento marchaba bien, las quimioterapias seguían su ciclo. A veces tosías demasiado, se te iba el aire. Yo daba palmadas suaves en tu espalda y te ayudaba a calmarte. Te dolía toser, pero podías soportarlo. Iban a hacer la donación de células madre, revisarían si alguien en tu familia era compatible. Estabas contenta, todos lo estaban porque la solución se veía tan cercana, iban a operarte y se renovarían las esperanzas. Tal vez el cielo nublado no era tan gris, quizá había tonalidades.

¿Alguna vez escuchaste ese dicho que dice que después de la tormenta viene el arcoíris? ¿Por qué tu arcoíris no aparecía? ¿Por qué parecía una llovizna eterna? Solo agachaste la cabeza cuando te enteraste de que nadie era compatible contigo, me acerqué a la camilla y me senté a tu lado, mientras tu madre se dejaba caer en el sofá y le hablaba a tu hermana con los sollozos consumiéndole el aliento. Si la lluvia no paraba, entonces me convertiría en tu sombrilla.

Pero yo tampoco podía donar. Maldita vida hija de puta.

Siempre escuché que el mundo era injusto, ahora entendía a qué se referían todas esas personas. Tú no lo merecías. Tú merecías una vida donde pudieras saltar cuando quisieras sin preocuparte si tus pulmones lo soportarían, merecías una vida donde pudieras comer lo que deseabas, una vida que durara lo suficiente para cumplir tus sueños. Aún no te rendías, yo jamás habría sido tan fuerte.

Tess y Romina, tu madre, dijeron que no ibas a salir esa noche de Halloween. Me pediste que las convenciera porque no sabías si ibas a poder vivir otro. Las convencí, te vestiste de bruja y yo lloré esa noche en el regazo de mi madre. Sé que lo hacías para que supiera que podías morir.

Pero en medio de todo ese alboroto sin ruido, apareció una luz. La oscuridad ya no era demasiado negra, había un donador.

Fue el día de tu cumpleaños número once. Pasé toda la mañana junto a ti y te di un beso en la frente antes de que te llevaran al quirófano. Dijiste que el mejor regalo era recuperar tu salud y yo estuve de acuerdo. Aun así, te di un dibujo que había hecho gracias a tus clases, era una mariposa dorada porque ese era tu cuento favorito. Me mantuve en la sala de espera por muchas horas, esperé y esperé hasta que dijeron que todo estaba bien. La operación había sido un éxito, solo faltaba la mitad del tratamiento, princesa.

Estabas adormilada cuando entré a tu habitación. Tu rostro estaba pálido y no podías hablar con esa lengua que no paraba; pero me diste una ojeada y tu comisura tembló. Supe que estabas bien, entonces yo también lo estuve.

El día siguiente abriste los párpados y lo primero que viste fue un montón de globos, la gente estaba a tu alrededor. Recibiste los regalos con la sonrisa más hermosa que he visto y me diste tu mano para que me acercara. No la soltaste y mi corazón latía. Tal vez, ahora que había esperanzas, no tendrías miedo de quererme.

Días después estábamos en tu habitación del hospital, me encontraba mirando los dibujos nuevos que habías hecho con las piernas al estilo indio. Me fascinaba ver lo que dibujabas. Pero ese día no se quedó en mi memoria solamente por unos cuantos trazos coloridos, aunque prácticamente recuerdo todos nuestros momentos. La magia la creaba tu presencia, eso bastaba para que mis días fueran especiales. A pesar de que todos tenían algo diferente, ese día fue uno de los más mágicos que he vivido. No solo porque estabas ahí, era por cómo estabas conmigo. Alcé la vista porque no hablabas y tus mejillas se tiñeron de rojo intenso, relamiste tus labios y me preguntaste si te seguía queriendo.

Y te dije que sí porque ya no estaba nervioso. Te miré a los ojos. Lo dije sin tartamudear.

Gateaste hasta que quedaste frente a mí y me pediste perdón, yo no entendía. No habías hecho nada malo, ¿por qué te disculpabas? Todo se me olvidó en cuanto tus labios tocaron los míos.

Fue un toque tan tenue que solo supe que había pasado porque mi corazón parecía un volcán a punto de erupcionar. Lo siguiente que dijiste está grabado en mi memoria, es como si tu voz estuviera dando vueltas en mi mente, en mi pasado, mi presente y mi futuro. La frase «te quiero» jamás había valido tanto hasta que salió de tus labios.

Me querías y yo te quería, ¿qué cosa podía salir mal? Lo tenía todo contigo. Era feliz, un niño feliz que superó el cáncer porque me enseñaste a luchar, me enseñaste a ver el mundo con otros ojos. Y me querías, y yo te quería, nada era más perfecto.

La felicidad no es eterna, debemos buscarla, pero no se queda con nosotros hasta nuestro último aliento. Llega un instante en el que te das cuenta de que de nada sirvió ser feliz si la caída iba a quebrar las únicas partes sanas que quedaban en tu interior. Tenía partes sucias en mi alma, otras tan limpias porque era pequeño y creía en tus cuentos con finales felices. Lloré como nunca, pero no iba a ser débil porque quería que vieras que tu misión de vida había sido enseñarles a las personas que vivir valía la pena.

No debí haber escuchado esa conversación, pero tengo mala suerte, ¿sabes? Quizá el desconocimiento de las cosas malas hubiera sido más fácil. Pensaba que era un día normal cuando entré a la sala de espera y vislumbré a tu familia con nuestro doctor. Nadie se dio cuenta del niño que se sentó a lloriquear en el suelo, nadie, porque todos estaban igual o peor que yo.

No me acuerdo de nada porque todo era borroso, limpiaba mis lamentos con mi camiseta empapada. Y no me atreví a visitarte, no podía dejar que supieras cuánto me dolía. No era egoísmo esta vez, era que no deseaba que fueras infeliz.

Estúpido noviembre. Estúpido cáncer. Estúpida leucemia. Malditas células invadidas.

Invadida. Invadida. Invadida.

Aún retumban esas palabras en mi cráneo como si hubiera sido ayer, como si estuviera en ese edificio donde viví parte de mi niñez. Donde odié, amé y volví a odiar. Quería creer que estarías bien, juro que lo hacía. Me mostraste que lo último que debe perderse es la fe, y así sería.

Estuve ahí cuando te lo contaron. Tess estaba llorando y tomó tu mano, cerraste los ojos en cuanto ella lo dijo. Todos guardaron silencio, esperando cualquier cosa: un movimiento, un grito, un susurro. Una vez más vi la convicción en tus ojos, ese brillo que tanto me atrajo cuando te conocí. Abrazaste a tu hermana, te aferraste a su cuerpo y sonreíste. Una lágrima salió de tu ojo derecho y se alojó en tu comisura alzada. «Será mi última batalla». Esas fueron tus únicas palabras.

Creí que te encerrarías en una burbuja y me mantendrías alejado, pero no fue así, me dejaste pasar el tiempo que quise a tu lado. Te llevaba fotografías de cualquier cosa, a veces eran paisajes, obras de arte, animales extraños y rostros. Te gustaban las playas, nunca pudiste conocer una, guardaste esa fotografía en tu libro de cuentos. Dijiste que algún día volarías en alguna, yo estaba seguro de que lo conseguirías.

Intentaba ignorar que tus ojos se hundían con el pasar del tiempo, o que tosías con mayor frecuencia. Intentaba hacer como si nada cuando te quejabas de algún dolor. Era difícil porque nunca te habías quejado antes.

La Navidad y el Año Nuevo los pasé contigo. Mi mamá me dio dinero para comprarte un regalo, no sabía qué darte, así que compré una caja de colores y un cuadernillo nuevo porque sabía que te gustarían. Podrías dibujar cosas nuevas, nuevas aventuras, nuevos diseños. Tus ojos grises se revolvieron cuando lo abriste, me pediste un abrazo fuerte. Yo no lo dudé, te envolví con mis brazos y volvimos a llorar juntos. Te echaste hacia atrás y tus ojos recorrieron mi rostro como si intentaras grabar cada milímetro de alguna forma. Yo hice lo mismo por puro gusto, sin saber que era la última vez que podría hacerlo. Si hubiera sabido, habría demorado más mi trayecto.

Fue una noche de enero, estaba sentado en el sofá haciendo mi tarea; pero cuando sonó el teléfono, algo en mi interior se rompió. Por algún motivo supe que se trataba de ti, y así fue. Mamá tartamudeó, papá alzó la vista, y yo aflojé mi cuerpo porque no tenía fuerzas para hacer algo más.

Ese día se cerraron los ojos grises de una bella durmiente para siempre. Y en este cuento no había poción, no había beso, no había hada madrina que te hiciera volver. Tu alma se esfumó mientras te contaban un cuento, un desenlace digno para alguien como tú. Pero era un final feliz porque donde quiera que estuvieras seguramente estarías iluminando algún sitio con tu sonrisa. Tal y como iluminaste el mío alguna vez, tal y como tu recuerdo lo sigue haciendo.

Me senté en una silla el día de tu despedida. Como eras alguien llena de luz, pediste que te hicieran una fiesta llena de colores, dulces y pasteles. Tu fotografía estaba en el centro, y tú estabas guardada en una cajita. Había perdido a mi mejor amiga, a la niña que quería, a la única persona que me comprendía. Ya no estabas, ya no te vería, no te escucharía. Era como estar en una pesadilla, una que terminaría matándome del dolor desde adentro.

No podía ver nada a mi alrededor, solo mis dedos delante de una nube de lágrimas, pero algo que conocía fue colocado en mi regazo. Eran tus cuentos, todos estaban ahí, frente a mí. Tú nunca los dejabas, así que fue raro y mi primer instinto fue abrazarlos, estrecharlos como si pudiera tenerte de alguna manera. Me los regalaste, Tess dijo que me los habías heredado para que consiguiera a una princesa, para que no dejara de creer en los finales felices.

¿Cómo un príncipe puede ser feliz sin su princesa? ¿Cómo iba a vivir sin ti, Lili?

Cada vez que miro esos libros en la parte más especial de mi librero, y vislumbro la primera hoja, encuentro una playa y tu caligrafía: «Gracias por hacer de mi corta historia un cuento de hadas, príncipe. Espero que encuentres tu final feliz algún día, nunca pierdas la esperanza porque no estaré ahí para recordártelo. Lili».

Espero que vueles en ese mar que tanto anhelabas porque merecías cumplir tus sueños, mientras yo sigo preguntándole a la vida en dónde está mi final feliz.

Cerré el libro y me incliné para guardarlo en mi mesita de noche.

Volví a recordar el dolor, a sentir la rabia e impotencia.

Era una maldición.