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Tu música en mi silencio

Tu música en mi silencio

Autor:Araceli Samudio

Terminado

Introducción
La maestra de piano le enseñó dos cosas importantes. Primero, le dijo que para tocar música no es necesario oírla, sino sentirla. Y segundo, que así como no hay luz sin oscuridad, como no hay bondad sin maldad, tampoco es posible la música, sin el silencio. Y ella, se lo creyó. Aprendió entonces que la música es vibración, y que solo necesitaba dejarse llevar por ella para poder sentirla, para poder vivirla, para poder tocarla. Percibió que las melodías podían ser rápidas o lentas, tristes o alegres, suaves o fuertes, y así, mientras leía las notas en aquella partitura, se dejaba llevar por las vibraciones internas que mezcladas por las producidas por el piano creaban el único sonido que ella era capaz de emitir, los de las teclas del piano, porque ella era sorda de nacimiento. Pero un día se dio cuenta que la música estaba dentro suyo, que su corazón aceleraba sus latidos, que sus piernas se aflojaban, que su mundo colapsaba cuando él, Daniel, estaba cerca de ella. Y él había sido quien había traído la música a su vida, la música del piano y la de su propia alma. Era él quien hacía vibrar su interior con solo ser parte de su mundo, quien llenaba de melodías la quietud en la que vivía, por lo que cuando él se fue, la música también se acabó. Y es que crecer duele, y la pobreza es la enemiga de los sueños, pero entonces, sumida en el más profundo y absurdo silencio causado por la desazón y los problemas de la vida, ella recordó la enseñanza de la maestra, no hay música sin silencio, y así su corazón volvió a latir y en su silencio volvió a sonar aquella melodía.
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Capítulo

  Estaba allí, recostada en esa cama de hospital. Sabía que no le quedaba mucho tiempo de vida; ya no tenía fuerzas y los dolores eran cada vez más insoportables. Su hija dormía en sus brazos, y a pesar de que el médico le había recomendado que descansara, no quiso hacerlo; ya tendría mucho tiempo para eso. Quería pasar sus últimos días cerca de sus seres queridos, verlos por última vez, grabar sus facciones a fuego en su alma. Creía en la vida más allá de la muerte, creía en que pronto estaría en un lugar mejor y que allí ya no habría dolores ni sufrimientos; por eso, lo que le quedaba de vida, debía aprovecharlo al máximo.

  Ese mismo día, más temprano, su hijo Arandu había venido a jugar con ella. Había traído una docena de pequeños coches de juguete y los había acomodado sobre la cama. Habían imaginado carreteras con ciudades, alrededor de las cuales los cochecitos circulaban. Mientras el pequeño ideaba situaciones, ella lo miraba memorizando el color de su cabello, la pureza de su mirada. Era un buen chico, dulce y muy maduro para su edad.

  —Cuando yo me vaya vas a cuidar de tu hermanita, ¿verdad? —dijo tomando su pequeña mano entre las suyas.

  —¿Adónde te vas a ir? —preguntó el pequeño.

  —Al cielo, junto con papá Dios y la Virgencita de Caacupé.

  —¿Por qué te vas? —preguntó—. ¡Yo también quiero ir!

  —Un día vas a ir y yo voy a estar esperándote. Prometeme que serás un buen chico —pidió, intentando contener las lágrimas. El chico volvió a concentrarse en mover uno de los cochecitos mientras su madre se lo imaginó convertido en un hombre guapo, trabajador, honrado.

  —Sí, yo voy a cuidar a Panambí, mami —afirmó el pequeño un rato después.

  Cuando su papá lo vino a buscar, trajo a su hermana pequeña consigo. El médico le había pedido que no estuviera con más de uno a la vez, así que ella besó a su chico en la frente y lo abrazó con mucha fuerza antes de despedirlo.

  —Dios te bendiga, te cuide y te proteja siempre, mi bebé

  —agregó haciendo la señal de la cruz en la frente de su hijo.

  —Ya no soy un bebé. —Se quejó el chico, y su madre sonrió.

  La pequeña niña de pelo negro estaba adormilada. Su padre la colocó a un lado de la cama y ella se arrastró hasta apoyar la cabeza en el pecho materno. Cuando su padre y hermano se fueron, su madre comenzó a cantarle; le cantó como lo hacía siempre, desde el día en que nació… incluso mucho antes. A pesar de que Panambí no podía escuchar, la joven mujer siempre había insistido en cantarle, y la niña solía acomodarse cerca de su pecho, donde parecía recibir las vibraciones de la voz de su madre. Eso la calmaba y la hacía dormirse enseguida.

  —Vas a ser una nena muy bonita, mi Panambí… Vas a ser muy fuerte, lo fuiste desde antes de nacer. Juntas superamos todos los obstáculos, y ahora que te miro, tan linda, tan perfecta, sé que todo valió la pena. Nunca olvides que sos la mariposita de mamá, que un día tenés que abrir tus alitas y volar. Tenés que tener una vida mejor que la que me tocó a mí; vos tenés que llegar lejos.

  »Nunca te des por vencida, mi chiquita. No dejes que nadie te haga sentir diferente porque vos no sos diferente, sos especial. Vos no podés escuchar, pero las personas que te quieran sabrán escuchar tu hermoso silencio, sabrán encontrar la mejor melodía en tus ojitos brillantes, en tu sonrisa chispeante, en tu alegría y tu fortaleza. Pase lo que pase, mi bebé, no te des por vencida nunca. La vida es de los que la luchan hasta el último suspiro, mi hija. Yo me voy, pero no me quejo, y doy gracias a Dios porque me permitió quedarme un tiempo a tu lado para poder verte crecer.

  Dos días después, falleció.