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Siete Cuerdas

Siete Cuerdas

Autor:Francisco Panera

Terminado

Introducción
Estalla la revolución, y anhelos de justicia y libertad brotan en la mente de los hombres. El rey de Francia acaba de ser ajusticiado cuando dos viejos conocidos se reencuentran tras una traición, dos hombres que comparten dos sinceras pasiones: música y revolución.¿A cuál de esas dos damas rendir amor incondicional?Siete cuerdas es un viaje por la música y por el convulso final del siglo XVIII: desde una aldea en los Pirineos y las orquestas de París y Viena al último estreno del compositor W. A. Mozart, acompañando a una orquesta errante por la Francia revolucionaria que oculta en su seno a huidos de la justicia. Hasta que, siguiendo el rastro de la guerra, llegue la estela de un crimen y traición a un Bilbao ocupado por tropas francesas.Pero el espíritu de Siete cuerdas se rinde a la singularidad que mantuvo la música hasta que fue posible “capturarla” en grabaciones.Los músicos saben que tras el concierto el público intentará retener la música en su memoria, pero será una lucha condenada al fracaso. Resignados ante un arte tan cruel que solo existe mientras se interpreta.¿A dónde ha viajado esa música entonces? Solo los músicos, capaces de retenerla en el recuerdo, conocen la respuesta.En tal caso… ¿quién no querría ser como ellos?
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Capítulo

  París, 21 de enero de 1793

  Era un artilugio tan extraño que al músico le recordó al marco de una puerta, y la porción de espacio que aquellos maderos circundaban, el umbral de esta, a un auténtico punto de acceso a la muerte. Una puerta que se abre cuando la pesada cuchilla de acero se alza por los carriles de la guillotina, y que tras el portazo que es su caída en busca de una garganta, se lleva una vida al otro lado de aquel umbral por el que ahora solo se veía un cielo azul de invierno, salpicado de pequeñas y muy lejanas nubes blancas.

  El condenado había llegado a la plaza de la Revolución en un carruaje fuertemente escoltado, no en vano la ciudad estaba tomada por miles de soldados. Cuando subió al cadalso se abalanzó contra la balaustrada para dirigirse a la multitud.

  —¡Pueblo de Francia!, muero inocente.

  No pudo decir más, los tambores comenzaron a redoblar enmudeciendo sus palabras y no cesarían hasta que la cabeza de Luis Capet, como ahora se trataba al que hasta hacía poco fuese conocido como Luis XVI de Francia, fuese cercenada. Sus manos portaban un libro de salmos, a cuyas tapas de cuero sus uñas se clavaban como garras, sujetándose al libro como un náufrago se aferra a un madero en un hundimiento, y así resistía a que sus manos le fuesen atadas a la espalda, aunque finalmente accedió derrotado.

  —Tomadlo como un último sacrificio, majestad —le solicitó el abate que le iba a asistir en tal trance.

  Compungido y arrodillado ante el cura en la tarima del patíbulo que se levantaba un par de metros sobre la multitud, recibió su bendición. Tomó aire e intentó serenar su respiración agitada, para después alzarse.

  Apretando los labios aguantó la humillación de que le fuese cortado el cabello y desposeído también del cuello de la camisa para facilitar la labor del célebre Charles Sansón, verdugo jefe de París.

  Antes de ser acoplado sobre la plancha de madera que le situaría en posición de ser decapitado, se dirigió al clérigo y a su ejecutor.

  —Caballeros, muero inocente de todo lo que se me acusa... perdono a quienes me matan y pido a Dios que mi sangre no recaiga sobre Francia —pronunció emocionado y abatido, lamentando ahora en el momento del final un cúmulo innumerable de hechos y decisiones que le habían conducido a su trágico destino.

  El redoble de tambores se alzó en intensidad, su sonido era un trueno que irrumpía desde el interior de la tierra, mientras los miles de congregados en la plaza alzaban sus cabezas poniéndose de puntillas para no perder detalle del instante final.

  El gentío ofrecía un respetuoso silencio, pero algunas voces que salían de entre la multitud pugnaban por imponerse al estruendo de los tambores clamando por el fin definitivo de la monarquía.

  —¡Muerte a Luis XVI! ¡Muerte a Capet!

  Algunos, los que ocupaban las posiciones más próximas al patíbulo, comentarían después que llegado el momento final el rey pataleaba sobre la plancha a la que estaba atado y gritaba negándose a morir.

  En el instante previo a que la hoja afilada se arrojase sobre su cuello, fueron las palabras del cura lo último que escucharon los oídos del rey.

  —Hijo de San Luis, ¡mirad al cielo!

  Desde una posición alejada, mezclado entre la muchedumbre, un hombre asistía por vez primera a una ejecución.

  —¡Atroz! —susurró Louis de Mallet girando la cabeza, incapaz de contemplar la decapitación cuando la pesada hoja descendió rauda segando la vida del rey.

  Una parte del gentío permanecía mudo, intuyendo que lo sucedido trazaría un cambio de rumbo en la línea de la historia. Otra parte, la mayoría de los presentes, simplemente estalló en júbilo, y de aquellos, un grupo reducido poseído por un espontáneo fanatismo intentaba abalanzarse hacia el cadalso.

  Sansón el ejecutor, como solicitaba que se le llamase por considerar indigno de su oficio la palabra verdugo, mostraba la cabeza cercenada del rey a la multitud, al tiempo que aquellos exaltados lograban sobrepasar el cordón que formaba la guardia alrededor del escenario de la ejecución. Algunos untaron sus pañuelos en la sangre del monarca que se derramaba por entre los tablones de la tarima mostrándolos al gentío, a la vez que un reducido grupo, ante la mirada horrorizada de los presentes, mancharon sus manos y rostros con la sangre del monarca, extendiendo sus brazos como si ellos, al igual que Sansón, también sostuviesen la cabeza del rey.

  El redoble de los tambores ya había cesado y en la plaza solo se escuchaban vítores a la patria y a su revolución.

  Louis pensó que no había sido una manera digna de morir. ¿Merecía el rey la muerte? Seguramente sí, pues desde el levantamiento del pueblo, hacía ya casi cuatro años, no había cesado en continuas conspiraciones, incluso ahora que la nación se batía en el frente de batalla, el rey se aliaba con el enemigo con el único fin de recuperar sus privilegios depuestos. Por tanto, pensaba Louis, era de justicia su sentencia a muerte, pero aquel espectáculo denigrante despertó entre numerosos entusiastas de la república como él era una sincera desaprobación.

  Ahora volvían a su memoria las historias truculentas escuchadas a soldados licenciados o a jóvenes regresados del frente, que en las tabernas y con todo lujo de detalles narraban para regocijo de la concurrencia cómo habían matado a un enemigo o cómo se habían divertido torturando hasta la muerte a algún prisionero.

  Louis nunca había participado en batalla alguna, ni servido al ejército, era pues un privilegiado en ese aspecto, y en algunos otros más también. La procedencia de la cuna marca la vida de los hombres, al menos así había sido hasta esos tiempos convulsos que corrían. A sus casi cincuenta años se lanzaba con entusiasmo a los ideales de la revolución. Había conocido mundo, especialmente entrañables eran los recuerdos que albergaba de su estancia en Viena formando parte de orquestas y habiendo hecho sonar su violín a las órdenes del joven Maestro, del más grande de los maestros, pero su pasión musical era la viola, la maravillosa viola da gamba , un instrumento maravilloso que poco a poco se iba viendo relegado por argumentos tan absurdos como los que lo asociaban con gustos propios de la nobleza, hasta otros menos sólidos y cambiantes a los dictados de las modas, que se inclinaban por el violonchelo, instrumento de una sonoridad más rotunda.

  Louis dominaba a la perfección la interpretación a violín, violonchelo, clavecín... pero la viola era especial, era distinta. En su opinión, el sonido de la viola da gamba ofrecía tantos registros similares a la voz humana que lo convertían en un instrumento inigualable.

  Un extraño impulso vital le guiaba a la hora de acercarse a este instrumento, tal y como aquel que recurre a una vieja amistad en un momento de necesidad. Cuando lo hacía, lo tomaba con mimo, lo sujetaba entre las piernas y se acomodaba lo mejor posible para interpretar, porque una vez que hiciese que sus siete cuerdas hablasen no tornaría a posición más liviana hasta que la viola hubiese terminado de transmitirle lo que ese día llevaba dentro. Tomaba el arco manteniendo la palma de su mano hacia arriba y lo acercaba al máximo a las cuerdas, pero sin llegar a tomar contacto con ellas. Unas veces revisaba la partitura, otras tocaba de memoria o “de corazón”, como solía decir. En el instante que su mente identificase como adecuado, su brazo iniciaría el movimiento, restallando el sonido en la caja de madera, pulcra, noble, preciosa. Deleitándose en el credo de que no era él quien generaba aquellas armonías, que su brazo que agitaba el arco, que sus dedos que apretaban las cuerdas de tripa saltando entre los trastes del mástil, eran el medio empleado por el propio instrumento para manifestarse, haciéndolos suyos.

  Tales cavilaciones hacían al músico avanzar por senderos que le conducían a un estado místico, a sumergirse en una particular abstracción que le hacía olvidar cosas tan banales en esos instantes como la propia vida.