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Lo que todo gato quiere

Lo que todo gato quiere

Autor:Ingrid V Herrera

Terminado

Introducción
¿Chicos guapos que se convierten en vampiros? Vamos, ¡eso ya paso de moda! Además, realmente, no creo que alguien sea guapo todo lleno de sangre. ¡Puaj!¿Chicos fuertes que se convierten en lobos? Táchalo.¿Sexys demonios? ¿Encantadores ángeles? ¿Qué es esto? ¿Una loca película épica? No.Mejor sal a pasear, y quizás te encuentres con un gato que te cambie la vida.La vida de Ginger jamás hubiera sido digna de contarse en una novela, hasta que se encuentra con un extraño gato callejero al que decide adoptar y al mismo tiempo mantenerlo oculto de la vista de sus restrictivos padres.La estrategia parece ir de maravilla hasta que un día despierta y se da cuenta de que algo no anda bien: ahí donde debería estar el gato, hay un chico dormido ¡y totalmente desnudo!Ahora, las experiencias de Ginger se vuelven dignas de contar al tratar de descubrir qué ha pasado con su gato y qué secreto oculta ese chico que ha aparecido en su lugar; haciendo que sus días transcurran en una inolvidable historia espolvoreada de romance y risas.
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Capítulo

  El señor y la señora Gellar entraron en un insalubre callejón de Londres. Sus costosas ropas desentonaban con el arrabal. La presión de la lluvia caía sobre sus cabezas y los motivaba a terminar pronto lo que se traían entre manos.

  El señor Gellar se adelantó y empujó unas cuantas cajas mohosas y unas bolsas pestilentes fuera de su camino. Agachado a un lado del contenedor metálico, él improvisó una casita de cartón. Colocó una manta de fina seda y algunos periódicos.

  —Rápido Sarah, dámelo. —Extendió las manos hacia su esposa.

  La señora Gellar arrebujó con más fuerza al diminuto bultito envuelto que sostenía. No quería hacerlo.

  —¿Estás seguro Greg? ¿Qué va a decir Gerald cuando descubra que no está?

  Lo que opinara su hijo, no le importaba en ese preciso momento. Solo estaba aprovechando la hora de dormir del pequeño para que él no se diera cuenta de que en la casa faltaba «algo». Tenían hasta unas horas después del amanecer: tiempo suficiente para inventar una excusa que suene convincente a un niño de tres años.

  Pan comido.

  —Sarah —la apuró.

  Su marido estaba impaciente y ansioso, lo notaba por el temblor de sus manos. Entre aliviada y angustiada, Sarah miró al gatito recién nacido que cargaba en sus brazos. Tenía el tamaño de un ratoncito de cocina y sus diminutas orejas temblaban pegadas a su cabeza de color negro. Había comenzado a emitir agudos y débiles maullidos en busca de la leche de su madre.

  A pesar de sentir su alma estrujada por verse obligada a tener que abandonarlo, ellos no podían conservarlo por dos razones: su madre ya no podía cuidar de él y su hijo Gerald era alérgico al pelo de gato.

  Así debía ser.

  Era lo mejor.

  ¿Pero por qué se sentía así de mal?

  Sacó del bolsillo de su abrigo de piel una fina cadena de oro con un pequeño medallón ovalado. La deslizó por el cuello del gatito y procuró aferrarla con delicadeza gracias a un cierre deslizable. Si iba a recuperarlo, lo haría gracias al medallón.

  La señora Gellar miró, angustiada, el rostro de su marido y notó cómo un relámpago iluminaba las duras facciones de él.

  El bultito pasó de las pequeñas manos de Sarah a las enormes y fuertes manos de Greg, y él lo acomodó sobre el refugio que había armado.

  Empapados y en mortal silencio, regresaron al Cadillac que los esperaba en la entrada del callejón. Volvieron a su residencia dejando atrás al gatito que se revolvía con premura en la manta. El medallón de oro centelleaba gracias a la intensa luz de la luna llena.