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El fragmento ámbar

El fragmento ámbar

Autor:Vicent Rosselló

Terminado

Introducción
Cuentan las leyendas que tiempo atrás existió un héroe que guió a los hombres hacia su libertad. Cuenta el mito que aquel guerrero, al que los siglos han recordado como Edunai Kirindel, empuñó en sus manos las armas forjadas por los dioses para acabar con la tiranía de los crueles Yinn.Entre ellas se encontraba el Fragmento Ámbar, una perla, una lágrima de una diosa por sus hijos caídos, contenedora de la esencia divina y de un poder sin límites.Sin embargo, siglos después, el Imperio que forjó Edunai se ha quebrado y las reliquias que empuñó se perdieron en el tiempo. Sus descendientes, herederos de los restos de un imperio roto, luchan por recuperarlas y empuñarlas de nuevo.Ante este escenario de tensión y maquinaciones políticas, una joven huérfana llamada Scarlett se verá envuelta en un conflicto de escala mundial. Su intervención, sin duda alguna, afectará al destino de todos, tanto reyes como plebeyos.
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Capítulo

  El fuego que bailaba en la pequeña hoguera había menguado con el paso de las horas, manteniéndose a duras penas con vida, hasta que al final había terminado por apagarse. El anciano que se sentaba cerca golpeó los leños carbonizados con su bastón, tratando de hacer resurgir las llamas de sus cenizas, pero estas no acudieron a la llamada.

  —Oh, por los dioses… —masculló para sí—. Muchacho. ¿Muchacho, estás ahí?

  El hombre ciego golpeó el suelo a su alrededor con la parte superior de la vara, hasta que impactó en un bulto cubierto por mantas que tenía cerca.

  —¡Ay! —gimió el bulto—. ¿Se puede saber qué hace, abuelo? Eso duele.

  De entre las mantas se alzó un muchacho delgado y pálido, que miró con ojos ojerosos llenos de rencor al anciano que se encontraba junto a él.

  —El fuego. —El invidente señaló hacia los restos de la hoguera con su bastón—. Hay que volver a encenderlo, o si no nos congelaremos cuando llegue la noche. ¿Nos queda leña?

  —Sí, sí, algo queda… —gruñó el joven mientras se incorporaba trabajosamente—. Además, como si fuera tan fácil saber cuándo es de día y cuándo es de noche en esta tierra muerta.

  El anciano soltó un graznido que pretendía ser una risa burlona.

  —Sí, eso es cierto. La diosa nos robó también los días y las noches, y solamente dejó nubes, polvo y frío.

  —Hay quienes dicen que han visto el cielo abierto en algún lugar al sur y que los dos soles siguen allí, brillando con fuerza —dijo el chico mientras rebuscaba entre los fardos que tenían cerca—. Solo que hay tantas nubes que no nos llega su luz ni su calor.

  —Puede ser que sea cierto, o puede ser una mentira tan grande como el Abismo. ¿Quién sabe, y qué importancia tiene? Las nubes no se van a ir a ninguna parte, así que tanto da si los dioses están detrás de ellas. No vas a volver a verlos nunca.

  El muchacho buscó y rebuscó durante algunos minutos entre sus pertenencias, hasta que al fin dio con lo que buscaba: un saco en el que encontró una pequeña pila de ramas y hojas secas, además de tres leños delgados, retorcidos y astillados. El joven se acercó a los restos de la hoguera, que se había apagado, y por encima de las cenizas que quedaban colocó las ramas y las hojas. De un bolsillo de su capa vieja y raída sacó un par de piedras oscuras e irregulares, y comenzó a hacerlas chocar la una con la otra. Las chispas comenzaron a salir despedidas para ir a aterrizar sobre las hojas y las ramas, pero parecía que el fuego se resistía a prender. Después de forcejear un rato más con las piedras, por fin una de las chispas encendió una brizna de hierba seca, y el muchacho se apresuró a soplar en la base del pequeño fuego para que creciera. Pronto una pequeña y delgada columna de humo comenzó a emanar de la hoguera, y el joven colocó los tres leños por encima de la hojarasca que empezaba a arder.

  —Eso, eso es, sí… —gimió el anciano con gusto cuando sintió el calor de las llamas calentar sus manos nudosas y esqueléticas—. El buen fuego que nunca nos abandona.

  Una vez se aseguró de que el fuego no iba a apagarse, el chico se sentó junto al invidente, con los brazos alrededor de las rodillas y los ojos y los pensamientos perdidos en el oscuro horizonte.

  —Tengo una pregunta, abuelo.

  —Ya te dije que no me llames eso —refunfuñó el aludido—. Yo no soy abuelo de nadie.

  —Como diga. Pero sigo teniendo la pregunta.

  —¿Y qué pregunta es esa, a ver?

  El muchacho guardó silencio durante algunos segundos, meditando, hasta que al final pareció decidirse a formular su duda.

  —Cuando hablamos la última vez, dijisteis que Edunai Kirindel consiguió la victoria sobre los Yinn gracias al Fragmento Ámbar… Y que esta tierra quedó maldita el día que la reliquia llegó al mundo.

  —Así es, ya lo creo.

  —Pero… ¿Qué era exactamente el Fragmento Ámbar? ¿De dónde salió, y qué poderes otorgaba?

  El anciano ciego carraspeó, frotándose las manos enérgicamente.

  —El Fragmento Ámbar… Me dan ganas de escupir nada más pronunciar ese nombre. —Cumpliendo su amenaza, el invidente cargó un gargajo y se volvió para lanzarlo por los aires—. Durante mucho tiempo se creyó que había sido una bendición de los dioses a sus hijos humanos, pero en realidad fue más bien una maldición. Una terrible maldición.

  —¿Pero por qué una maldición? —objetó el joven—. Si permitió a los humanos ganar la guerra contra los Yinn.

  —Porque el Fragmento Ámbar contenía un poder que nunca debería haber caído en manos de los humanos, muchacho ignorante —respondió el anciano—. Dicen que se trataba de una lágrima de la diosa Alwa, que lloraba por sus hijos aeldranos. Y esa lágrima cayó sobre Edunai Kirindel, y lo imbuyó con el poder de los dioses.

  »Pero la mente de los hombres no está preparada para tal poder, hijo… No, ya lo creo que no. Quizá al principio pudiera ser controlado, pero finalmente el Fragmento Ámbar toma el control, y se cambian las tornas; el poseedor se convierte en el poseído y la gema lo corrompe, le arrebata todo cuanto le es propio. Le hace perder la razón, le hace querer destruir a todo el que se ponga en su camino, porque sabe que puede hacerlo, que está al alcance de su mano. Y eso, muchacho… Bueno, eso es peligroso. Más peligroso que cualquier espada y que cualquier flecha.

  —¿Pero qué poderes otorgó a Edunai? ¿Y por qué no le afectó a ella de la misma forma que a él? —insistió el muchacho, levantando el brazo para señalar la enorme bola de luz anaranjada que brillaba en la lejanía, por debajo de las nubes.

  —Porque el Fragmento Ámbar no otorgaba ningún poder, hijo, sino que convertía las cualidades del que lo poseía en aquellas de un dios. Edunai era un gran guerrero. Un soldado sin parangón, con una habilidad marcial y militar insuperable. Y cuando sostuvo la lágrima de los dioses en la mano… Adquirió la fuerza de un titán, la velocidad de un rayo y la tenacidad de una fiera salvaje. Porque el Fragmento Ámbar tomó aquello que lo caracterizaba como hombre, y lo convirtió en divino.

  »Ella, en cambio… —Los ojos blanquecinos del invidente se volvieron una vez más hacia el orbe luminoso que brillaba en la lejanía—. Ella no era fuerte. No era rápida, resistente, ni sabía pelear. Ella era pura… y cuando tuvo el Fragmento Ámbar, su pureza se convirtió en divina, y despojó al mundo de todo cuanto también lo era, dejando atrás este erial muerto y olvidado.

  »Y bueno… aquí quedamos nosotros, ¿no?