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Tristán

Tristán

Autor:Giselle Schwarzkopf

Terminado

Introducción
Disponible en físico gracias a NOVA CASA EDITORIALTristán viste formal. Se burla de las reglas.Tristán tiene 14 años, finge ser mayor. Sus modales son anticuados y...Tristán es monstruoso.Un monstruo debe estar aislado. Un monstruo no debe tener amigos.Staphina es adicta al cigarrillo y está enfermizamente encaprichada con Tristán.
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Capítulo

  Tristán analizaba a la muchacha de cabello color rubio ceniza que miraba la lápida que tenía frente a ella con ojos expectantes. ¿Qué esperaba? Nada, nada podía esperar de una tumba más que silencio. Pero, aun así, tenía un leve destello de ilusión en el rostro, como si de un niño al asistir a un espectáculo se tratase.

  Él siempre había sentido fascinación por los cementerios y por lo que estos implicaban: las muertes de quienes allí descansaban por la eternidad en discordancia con la vida de quienes se quedaban e iban a visitar. Era un lugar de encuentro de los mundos que más amaba, el muerto y el no tan muerto. Esto último lo consideraba así porque él entendía que todos estamos muertos desde el momento de nuestra concepción, que hemos sido creados para morir y que lo que ocurre en el medio solo es el camino hacia el otro mundo. Y allí, los muertos y quienes iban a morir se encontraban.

  La chica comenzó a mover los labios de repente mientras fruncía el ceño con rabia. Por más que Tristán quisiera saber lo que ella decía, le era imposible escucharla; por fortuna, a él no le importaba en lo absoluto.

  Amanda había crecido mucho y él estaba realmente orgulloso al respecto. La joven había aprendido a lidiar con los altibajos de Tristán y a darle la medicina requerida en el momento necesario, aunque no siempre funcionara.

  —Volvamos, esto es sumamente deprimente —dijo ella al girar y mirar al hombre con ojos brillantes.

  Sus jeans claros y su blusa rosada no concordaban en lo más mínimo con el cementerio, eso era algo que a Tristán le encantaba: Amanda nunca se veía acorde a su entorno. Casi como él.

  —Maddy, ¿debo recordarte que tú has sido quien me rogó venir?

  La chica le sacó la lengua de forma infantil y comenzó a caminar en dirección a la parada del autobús.

  Había sido una larga tarde escolar para ella y solo quería regresar a su casa, sentirse normal, dejar de fingir por un momento.

  En cambio, las manos de Tristán se tornaban sudorosas ante la idea de volver. Siempre que salía le costaba regresar, regresar a los viejos muros de la prisión, de su prisión. Pero ¿qué otro lugar le quedaba? Solo el manicomio, y eso era algo que ni él ni Amanda estaban dispuestos a afrontar.

  Se marcharon pronto rumbo a su hogar, no intercambiaron palabras durante el recorrido. Y, al llegar, cada uno continuó con su jornada por separado.

  Mientras ella caminaba con calma a su encuentro con Máximo, Tristán se sentó en su sillón favorito, uno muy ornamentado que había pertenecido a su madre, y mordisqueó una rebanada de pan blanco e insulso que llevaba en el bolsillo; siempre cargaba con algunos trozos cuando salía, era una manía que le quedó de sus múltiples encierros en hospitales psiquiátricos, allí solía esconder comida en su bata para luchar contra el hambre que sentía a causa de las estrictas dietas y horarios restringidos para alimentarse.

  El hombre adoraba a los muchachos, a Maddy y a Máximo, ambos habían optado por ocuparse de él incluso cuando ya no tenían obligación de hacerlo.

  Tristán suspiró complacido, al oír las risas de la chica. Comenzaba a llover con fuerza en el exterior y, a través de la ventana, él pudo distinguir fantasmas entre la tormenta. Fantasmas del pasado que se negaban a abandonarlo.

  «Ah, la adolescencia, mi querida Staph. ¿La recuerdas, cielo?», pensó él. Desvió la mirada hacia la única fotografía que había en la casa, una imagen que guardaba siempre cerca de su corazón. Esa memoria, ya casi arruinada, lo había acompañado desde el día en que conoció a la chica que allí salía y lo seguiría acompañando hasta su último respiro.

  —Tris, ¿necesitas algo? —preguntó Amanda cuando entró en la sala, seguida de Máximo.

  A Tristán le gustaba Máximo y la forma en la que su mundo parecía girar en torno a Amanda, como el suyo propio lo hizo en torno a Staph alguna vez; la vida del joven comenzaba y terminaba en los ojos de la chica, así como ella parecía depender totalmente de las manos de él para vivir. Cuando estaban juntos, formaban un cuadro conmovedor que solía gustarle a Tristán. Casi siempre. O casi nunca. Eso dependía mucho del día.

  El amor volvía ciegas a las personas, pero no a ellos. Ellos veían cada defecto del otro y lo aceptaban.

  Así como Tristán había hecho con su querida Staph... pero ella no así con él. ¡Ah!, su Staph, ella había quedado cegada por los sentimientos que tenía hacia él. Lo aborrecía en lo más profundo de su corazón, pero no podía evitar la fascinación que le despertaba.

  «Staph, aún te extraño», se decía Tristán mientras negaba con la cabeza en dirección a los chicos. No los miraba, tenía los ojos perdidos en el pasado.

  Él sentía la ansiedad crecer. Las paredes, que muy bien conocía y que repudiaba, eternas representantes de su prisión, lo asfixiaban y se cerraban en torno a su cuerpo como si lo aplastaran. Y, otra vez, al girarse vio fantasmas en la lluvia de la ventana.

  Entonces, dejó de negar. Comenzó a asentir con la cabeza casi con desesperación.

  Al verlo así, Amanda fue a la cocina a toda velocidad en busca de las pastillas correspondientes y se las entregó a Tristán junto con un vaso de agua. El hombre aún asentía con la cabeza sin parar.

  —Tal vez no debiste acompañarme... podría haber ido sola o a... esto... Máximo pudo acompañarme —buscó las palabras adecuadas.

  —No, no. A mí me gustan los cementerios, no. Yo fui. ¿Verdad que sí? Yo fui contigo. Y todo fue bien, ¿no, pequeña Maddy? Tu padre nos saludó, desde allí está velando por ti, Maddy... Junto a Staph... Sí, ambos velan por nosotros, porque ella es buena y vela por ti y por tu amor. Ella amaba el amor, ¿sabías?

  La perorata sin sentido del hombre se vio interrumpida cuando Amanda colocó las pastillas en su boca y lo obligó a tragarlas con agua.

  Tristán sabía que la chica lo hacía por su bien, por eso no se oponía. Por eso, y porque ella era muy pequeña. Estaba en sus dulces quince años.

  Tristán era su único pariente vivo, y con él vivía. Con él y con Máximo.

  Con él, con Máximo y con su querida Staph.

  INVITACIÓN DESCONOCIDA

  AÑO 1982

  La tarjeta de invitación había llegado esa misma tarde. La fecha indicada era el próximo sábado, en dos días, y el chico que la tenía en sus manos no sabía qué hacer. Lo que se aproximaba era la graduación del colegio de élite de la zona que se llevaría a cabo en un club nocturno a pocas cuadras de su propia casa. Él creía que se trataba de un festejo organizado por los propios alumnos, dudaba que un colegio fuese a escoger esa clase de sitios.

  Suponía que el papel habría llegado con el correo de la tarde por error, él no solía ir a fiestas, nunca lo invitaban. Es imposible invitar a alguien cuya existencia se desconoce.

  —¡Tristán Adam Tomasini, debes bajar a comer, ahora! —gritó su madre desde el salón comedor, como le solían decir en la casa.

  El chico escondió la tarjeta debajo de las carpetas escolares y bajó con pereza los escalones. Resopló al final de la escalera, acomodó su camisa color gris y siguió el ruido de las voces de su familia con su más falsa sonrisa plantada sobre el rostro.

  La cena estaba servida, los platos rebosaban de pollo y de especias, de pasta y de hongos, de pescado y de vegetales. Las copas de vino blanco, tinto y dulce estaban vacías, y los tres mozos responsables de cada cual aguardaban por órdenes. La copa de agua de Tristán sí estaba servida, esa era toda la bebida que tomaría durante la velada.

  La mesa estaba más concurrida que en un día ordinario.

  Su madre, como siempre, se encontraba en uno de los extremos; elegante, esbelta y con su maquillaje exuberante. Su padre se ubicaba en el otro extremo, con un traje de etiqueta y su bigote perfectamente recortado. En los asientos que por lo general estaban libres se sentaban ese día sus dos primas, mellizas tan idénticas que parecían gemelas, Samantha y Santhana, nombres escogidos por el marido de su tía. Frente a ellas, la abuela de Tristán, la Granny Matozzani. A su lado derecho se sentaban Marianella y Mario Gómez, sus detestables tíos, con sus sonrisas falsas y su cabello inmaculado. Tristán quiso vomitar.

  —Buenas noches, señor y señora Tomasini —se refirió Tristán a sus padres.

  Ellos asintieron en señal de reconocimiento antes de indicarle el lugar a la izquierda de sus primas. El chico se sentó en silencio y miró a las chicas con desagrado. Al parecer, ellas habían decidido que, puesto que no eran ya lo suficientemente iguales, se vestirían de la misma forma a partir de vaya uno a saber qué momento.

  Tristán se mantuvo en silencio durante el plato de entrada, sin dirigirle a su familia siquiera una mirada hasta que su abuela le habló a él.

  —Tristán, cielo mío, ¿cómo van tus estudios?

  El chico abrió la boca para responder, su abuela era bastante dulce y perceptiva, con su níveo cabello peinado hacia arriba con rulos.

  —Tristán Adam Tomasini es un chico brillante para su edad, tiene un gran futuro por delante y...

  —Lillian, querida, le preguntaba a mi nieto, no a ti —dijo Granny Matozani; con esas palabras frenó a su hija al instante. Luego, posó su mirada en Tristán y esperó por su respuesta con paciencia.

  —Bueno, Granny Matozzani, me va bastante bien, Zamara es una buena institutriz —dijo el chico en voz baja con la mirada todavía en su plato.

  —Madre, ¿por qué Tristán tiene una institutriz y nosotras no? —preguntó una de sus primas, Tristán no podía saber a ciencia cierta cuál, pero la hermana de la primera asintió para apoyar la consulta de la otra.

  —Porque Tristán no puede ir a la escuela como ustedes, pequeñas —respondió Marianella. Por el tono de su voz, se podía apreciar que a lo que se refería era a que Tristán de verdad «no podía» ir a la escuela, no tenía la capacidad de hacerlo. Con sus palabras dio a entender que Tristán no era lo suficientemente normal.

  El primer plato había quedado atrás y el principal era servido por los mozos en ese momento. Una ligera sonrisa se instaló en los labios del chico al saber lo que acontecería en el futuro.

  Tristán removió su comida en el plato una y otra vez, la llevaba de un lugar a otro, la pinchaba y fingía comer cuando en realidad no tenía hambre, no quería probar ni un bocado.

  Sus padres hablaban sobre un viaje futuro a los viñedos que poseían en Italia; Tristán estaba encantado con sus palabras. Él adoraba Italia, el simple olor del aire hacía que deseara quedarse allí para siempre. Amaba el sabor de las uvas y los colores del paisaje, donde mirara siempre había celeste y verde; además, allí se oía el silencio del campo. Ese era un silencio agradable que Tristán anhelaba sentir otra vez.

  Lo que él no sabía en ese momento era que no lo llevarían a Europa con el resto de la familia.

  Cuando el postre —que Tristán sí comió— quedó atrás, la familia se puso al corriente de sus respectivas vidas, mientras él se excusaba para ir a su habitación, no necesitaba saber sobre el nuevo tratamiento para la piel que había descubierto su tía.

  Ya en su cuarto, Tristán se recostó sobre su cama y contempló la invitación que había recibido unas horas antes con una sonrisa. Así esperó, con paciencia, a que en la planta inferior se desatara el caos.

  O

  La casa de Tristán contaba con cinco baños dispersos entre las áreas comunes y los cuartos privados; uno de ellos se encontraba en la habitación del chico y solo él lo utilizaba. Eso significaba que aquella noche había siete personas en el edificio y cuatro baños disponibles, siete personas con descompostura para cuatro baños, para ser exactos.

  El joven sonreía con satisfacción al oír las carreras en el piso inferior, las maldiciones de su padre y a su madre que subía por las escaleras con prisa.

  Esa noche, Tristán se divirtió más que nunca. Sentía un poco de lástima por su querida abuela, pero nada podía hacer si ella había decidido comer el plato principal; claro, no es que supiera de la sorpresa que este guardaba.

  Apagó la luz antes de medianoche. Los ruidos comenzaron a cesar poco a poco hasta que el automóvil de sus tíos abandonó la entrada. El caos había acabado demasiado rápido para su gusto; no había logrado ver los rostros de sus primas al sentirse mal, pero valió la pena la satisfacción de saber que todos habían pasado un mal rato.

  Escaso tiempo después, y con la luz apagada, Tristán escuchó con claridad los furiosos gritos de su madre a la cocinera, a quien culpaba por preparar comida en mal estado. El chico supuso que la conversación terminaría en el despido de la empleada.

  Él recordó entonces que, algunos días antes, sus padres habían debatido sobre la posibilidad de echar a la cocinera a la calle porque no sabía usar correctamente los condimentos italianos. Ella también escuchó y, junto a Tristán, planeó esta venganza tan intrépida contra sus patrones. Colocó un poco —demasiado— laxante líquido en la salsa del platillo principal y se aseguró de que los condimentos estuvieran en perfecta proporción. Toda la familia terminó con descompostura, retorciéndose de dolor y de vergüenza a la espera de que un baño se liberara.

  Tristán no sintió ni un ápice de remordimiento cuando, a la mañana siguiente, la cocinera no estaba en la casa.

  VIRGILIO

  AÑO 1982

  No sabía cómo, pero debía escapar.

  Imaginaba los métodos más efectivos de hacerlo mientras Zamara culminaba con su clase de los sábados. Él nunca había escapado de su casa, no lo había creído necesario ni había tenido la motivación para hacerlo.

  Zamara, institutriz de Tristán desde hacía un tiempo, era una mujer rusa de unos cincuenta años. Poseía una mirada severa y el cabello tan rubio que casi no se distinguían las canas del resto. Lo primero que destacaba en ella era su ropa negra y rígida —siempre planchada de forma impecable y abotonada hasta el cuello—, sus gafas grandes y su complexión gruesa. Pero, al observar por unos segundos más, se notaba que tenía una sonrisa fácil y que movía sus manos al hablar.

  Tristán creía que sus padres no se habían detenido a mirarla nunca lo suficiente; de lo contrario, ella no estaría allí como su institutriz.

  —Por último, pondré un poco de música, si te parece —dijo la mujer mientras encendía el tocadiscos de la esquina y se sentaba sobre la silla de su escritorio.

  La pequeña sala utilizada como aula de clases se llenó del delicado sonido de alguna orquesta que el chico no reconoció. Tampoco puso todo su empeño en ello, puesto que no podía dejar de pensar en cómo robar carne de la cocina para que los perros no hicieran ruido en la noche.

  El chico, literalmente, nunca salía de su hogar más que para realizar visitas al médico o para ir a la casa de algún familiar. Sus padres estaban empeñados en que él debía ser perfecto y tener la formación académica adecuada para llevar adelante el negocio de vinos de la familia. Los vinos Tomasini—Prior eran famosos en todo el mundo en ese entonces y tenían una trayectoria de varias décadas que su madre deseaba mantener a toda costa. Por eso mismo, contrató a Zamara.

  —Instituriz Zamara yo... este... ¿Usted cree que podré salir pronto? ¿Ir a una escuela normal o con chicos que no sean mi familia? —preguntó Tristán con cautela.

  La mujer siempre le había parecido confiable, alguien a quien podía relatarle sus inquietudes; él sabía que siempre obtendría una respuesta sincera de su parte.

  —Tristán, no esperes que ellos te dejen salir pronto, al menos, no lo han comentado conmigo. Son bastante protectores contigo, eres su único hijo y buscan cuidarte. Además, tu madre perdió un bebé hace no mucho, pobre mujer, comprendo cómo se siente al respecto —dijo con su intrincado acento, aunque en sus ojos se podía ver que no admitía su verdadero pensar.

  Tristán la había oído en una discusión con sus padres respecto al tema, pero ella nunca lo mencionaba.

  Las últimas palabras de Zamara se mezclaron con la música en la mente de Tristán. Y allí se quedaron durante el resto del día, moldeando sus pensamientos.

  Esa noche, así como la anterior, el ayudante de cocina estuvo muy atareado con la preparación de la cena. Se suponía que el lunes llegaría la nueva cocinera, pero hasta ese entonces el hombre debía arreglárselas como pudiera. Tristán extrañaría a la empleada, a pesar de que no lograba recordar su nombre, él nunca tuvo buena memoria.

  Cuando sus cautos padres le permitieron retirarse de la mesa, el chico subió casi corriendo a la habitación. Contempló la tarjeta y se preguntó por milésima vez cómo había llegado a sus manos. No tenía sentido: él nunca recibiría una invitación por parte de los chicos mayores de un colegio elitista. Bueno, en realidad él nunca recibiría una invitación de ningún tipo. Pero allí estaba, frente a él.

  Tristán no sabía cómo debía vestirse para asistir a una graduación, así que se decidió por utilizar algo simple: jeans, una camisa a cuadros y un chaleco. Le tomó un rato acomodar su cabello hasta lograr un aspecto entre prolijo y descuidado similar al que había visto en un programa de televisión.

  ¿De verdad saldría solo en mitad de la noche? Sí, diablos, sí que lo haría.

  Dio un último vistazo a su habitación para cerciorarse de que todo estuviera en su lugar, incluidas sus almohadas debajo de las mantas, como si de un cuerpo descansando se tratasen.

  Abandonar la casa no fue tarea difícil ya que todo el personal de servicio se encontraba dormido o metido en sus asuntos. El mayor obstáculo fue conseguir la carne cruda para distraer a los perros; su padre era fanático de los canes de gran tamaño y creía que ellos eran la mejor forma de cuidar la casa. Tristán estaba convencido de que su padre le tenía más cariño a los animales que a él.