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Tierras del norte

Tierras del norte

Autor:Jordi Canal-Soler

Terminado

Introducción
TIERRAS DEL NORTE, Viaje por Alaska y el Yukón, es la crónica de un recorrido por estos parajes con la historia, la naturaleza y el descubrimiento personal como hilo conductor. El viaje sigue inicialmente la ruta del Chilkoot Trail, el camino trazado por los buscadores de oro que se sintieron atraídos por los campos auríferos del Klondike y llega hasta Dawson City. Atravesando la frontera de Canadá, sigue hasta Fairbanks para descubrir el nuevo oro de Alaska, el petróleo, siguiendo el oleoducto que atraviesa el estado hasta los pozos de extracción de Prudhoe Bay y descubriendo una de las zonas más salvajes de Norte América que, como el Parque Nacional Denali, permite contemplar una fascinante naturaleza aún virgen. Pasando por las poblaciones de Barrow, Nome y Homer la ruta también permite ver cómo la modernidad ha afectado a diferentes comunidades ancestrales, y finalmente a las islas Kodiak el autor comprueba como en algunos lugares, esta modernidad aún no ha llegado y la vida salvaje , especialmente la de los osos, sigue como el inicio de los tiempos. A lo largo del recorrido del autor desgrana la historia de Alaska y el Yukón haciendo especial hincapié en sus pueblos nativos pero también en la llegada de los primeros exploradores (rusos, españoles, británicos, americanos, ....), Y profundizando también en la fauna y la flora locales y las historias personales de los hombres y mujeres, antiguos y modernos, que lo dejaron todo para marchar hacia el norte. El libro se puede leer como una guía de viajes para visitar Alaska y el Yukón o como narrativa de viajes para aquellos lectores que quieran profundizar en el conocimiento de una de las regiones más salvajes del planeta y toda la aventura que hay tras su exploración.
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Capítulo

  Visto a través de una de las minúsculas ventanas del Boeing 747 que me lleva de Anchorage a Juneau, el paisaje que veo entre la niebla es solitario, yermo y helado. Una espesa capa de nubes cubre la costa, pero de vez en cuando se abren amplios claros y puedo distinguir lenguas de hielo kilométricas que acaban muriendo en el mar. Aquí y allá, a intervalos, aparecen algunas montañas de casi seis mil metros de roca y hielo que se elevan por encima del mar de nubes. Estoy en Alaska, la tierra del hielo, los osos y el oro. Donde el hombre, el ser más insignificante de los que aquí habitan, intenta domar una tierra salvaje, indómita y peligrosa. Alaska, la última frontera. Donde la naturaleza aún es naturaleza.

  La primera impresión que tengo de Alaska es la que tiene todo el mundo que asocia el nombre con el de una tierra fría: extensiones sin límite de hielo y roca, de largos glaciares y cumbres barridas por vientos huracanados. Una inmensidad rugosa de altas montañas, muchas de las cuales ni siquiera han sido bautizadas. Grande como un subcontinente, si cogiéramos su silueta y la superpusiéramos sobre un mapa de Europa, Alaska tocaría Florencia, Estocolmo, Belfast y Atenas, pero pese a ser el estado más grande de los Estados Unidos es también el menos poblado, con poco más de 700.000 habitantes.

  Y también es el estado más desconocido. Posiblemente porque las condiciones meteorológicas solo son favorables una cuarta parte del año, o tal vez porque queda muy lejos del resto de los estados, Alaska ha sido y es la gran olvidada de la Unión. Los Lower 48, como llaman a los estados del sur, contemplan a Alaska con recelo. Ven sus riquezas y las anhelan, pero temen su tierra salvaje, su clima hostil y su frío mordaz.

  Quiero conocer la Alaska real, alejada de los tópicos, precisamente para comprobar si estos están fundados en la razón o tan solo son prejuicios creados desde la ignorancia. Quiero caminar por las tierras salvajes, conocer de primera mano los testimonios de sus habitantes, revivir la historia a través de sus monumentos y de sus personajes.

  Lo comienzo a hacer con solo bajar del avión en el pequeño aeropuerto de Juneau, la capital de Alaska, con el primer animal salvaje: es un oso pardo. Grande, peludo, con largos colmillos sobresaliendo de una gran boca abierta y con las patas delanteras levantadas amenazándome con las uñas afiladas. Retrocedo instintivamente. El oso no se mueve, y cuando me acerco veo que bajo sus patas hay una pieza de bronce con el nombre del cazador y la indicación de dónde mató al animal. Al final, el nombre del taxidermista, el auténtico artista de Alaska. Cualquier espacio público de Alaska se puede utilizar para mostrar estas macabras obras de arte: aeropuertos, bancos, bibliotecas o hasta supermercados son las improvisadas galerías donde se exponen los animales disecados por las hábiles manos de los taxidermistas. Un pequeño oso de color canela, un inmenso grizzly erguido sobre sus patas traseras, una oveja de Dall de pelaje blanco y cuernos retorcidos o unos cuantos pájaros de patas largas son solo unos cuantos ejemplos de la multitud de especies que decoran las salas públicas y privadas.

  Esto es Alaska, tierra salvaje.

  Osos y coches

  Salgo del aeropuerto de Juneau con un pequeño mapa que me han dado en la oficina de turismo y las indicaciones para encontrar una tienda de camping en la que pueda comprar un cartucho de gas para el hornillo. Bajo una lluvia fina que me obliga a sacar el Gore—Tex del fondo de la mochila, camino por la acera de la carretera hasta la intersección con Glacier Highway. Densos nubarrones envuelven las cumbres cubiertas de píceas que rodean el aeropuerto por el norte y tapan también el sol que podría calentar un poco el ambiente al sur. El resultado son diez grados centígrados de temperatura y la seguridad de que aún hará más frío. Huele a tierra mojada y a aroma de pino.

  Con espasmos ruidosos, circulan por la carretera inmensos pick—ups y furgonetas Dodge, Ford y Chevrolet tan grandes como pequeños autobuses. Muchos otros vehículos están aparcados fuera de los centros comerciales que están esparcidos por esta zona, la única parte de la ciudad que aún tiene espacio para crecer, ya que el núcleo antiguo de la capital de Alaska ocupa una pequeña franja costera encajada entre el mar y la montaña.

  En las afueras hay unos cuantos centros comerciales, y en uno de ellos encuentro una tienda de deportes al aire libre, una sala llena de cañas y carretes para la pesca, cartuchos y ropa de camuflaje para la caza. El dependiente me indica dónde encontrar las bombonas de gas. Es un hombre delgado, alto, de cara alargada, cabello rubio que le cae por debajo de su gorra de béisbol con el logotipo de una conocida marca de cañas de pescar y un bigote al estilo Fu Manchú que le perfila la boca.

  —De acampada, ¿verdad?

  —Sí.

  —Entonces tal vez te convenga uno de estos.

  Me enseña un expositor con toda una colección de recipientes y espráis: un repelente para mosquitos, una esencia de ciervo para que los cazadores atraigan a los machos, un jabón que elimina totalmente el olor humano de las prendas de ropa… Pero lo que el dependiente sostiene entre sus manos nudosas es un cilindro de gas con una trompeta al final, como una de aquellas sirenas enlatadas. La fotografía del folleto publicitario que la acompaña es suficientemente explicativa. Hay una foto de un primer plano de un oso grizzly, con las grandes mandíbulas abiertas y los largos dientes llenos de sangre y babas en actitud agresiva.

  —Este es el mejor espray para osos que tenemos. Pimienta y otros productos irritantes a alta presión. Una rociada en la cara del oso y tienes diez minutos para desaparecer de delante de él.

  El folleto explicativo va más allá y detalla, con gusto macabro, cómo el propietario de la empresa que lo fabrica fue atacado por una osa que lo dejó malherido y a punto de morir. Una fotografía de escasos momentos después del ataque, con la cara de la víctima ensangrentada y llena de heridas, muestra a todo color las consecuencias de un ataque de estas características. Si no hubiera sido por su compañero de caza, que llevaba un pequeño espray de pimienta, las consecuencias de aquella agresión habrían sido fatales. Desde entonces, el superviviente del ataque se concentró en mejorar los productos de seguridad y actualmente su catálogo contiene una variada colección de tamaños de envases que forman una nube de polvo de capsaicina que abarcan desde un metro

para los más temerarios y que quieren llevar menos peso

hasta los diez metros, y toda una serie de complementos para llevarlos colgados del cinturón, la mochila o incluso el bastón de trekking.

  Tengo previsto adentrarme en tierra de osos, y la visión de las fotografías me deja intranquilo.

  —¿Es necesario todo esto?

  —¡Hombre! Imprescindible no es… Pero es un elemento de seguridad que te puede salvar la vida. Tú mismo…

  Le digo que no puedo llevar tanto peso, que ya voy cargado y que no quiero gastarme tanto. ¿Qué me recomienda? Salgo del establecimiento con un par de campanitas. No repelen los ataques de osos, pero si las llevas colgadas de la mochila mientras caminas, su sonido espanta a los osos. O eso es lo que dicen.

  Es lo mínimo para sentirme un poco seguro.

  Indios y buses

  Pese a ser la línea principal, el autobús azul cielo que me lleva hasta el centro de la ciudad de Juneau solo pasa una vez cada hora por la parada en la que espero. El autobús es aquí el transporte de los pobres que no pueden permitirse un coche, de los ancianos que ya no pueden conducir y de los jóvenes que aún no tienen dieciséis años para poder llevar su propio coche. Dos señoras de edad avanzada bajan unas paradas más allá del Fred Meyer, el supermercado más grande de la zona, y un trío de indios tlingit, la etnia local, sube delante de unas casas deterioradas en uno de los suburbios de Juneau por los que pasamos. No parecen demasiado alegres. La mujer, muy gorda, se sube con dificultad al autobús y cae pesadamente sobre uno de los asientos. A cada lado de ella se sientan los dos indios y no se dirigen ni una palabra mientras dura el trayecto, con la mirada fija en el suelo o mirando a través de la ventana. Uno de ellos lleva una camisa tejana ornamentada con un lazo de cintas alrededor del cuello. El otro, con un sombrero negro de cowboy bajo el que sobresalen largos cabellos negros y muy grasientos, con unos tejanos rotos, botas Dr. Martin’s con cordones naranja exageradamente anchos, una chaqueta americana negra y una corbata hecha con un pañuelo negro, llama aún más la atención. Por si no fuera suficientemente extravagante, lleva un bigote mal afeitado, unas gafas oscuras que le cubren media cara y, con la misma asiduidad con la que su compañero tose con sonoridad tuberculosa, se arregla el largo flequillo que le tapa la frente por debajo del sombrero. El trío indio baja delante del Regional Bartlett Hospital y desaparece con parsimonia hacia la entrada del centro de salud, con un silencio roto tan solo de vez en cuando por la tos enfermiza del hombre del lazo.

  Dicen que Juneau es una de las capitales de estado de los EE.UU. más bonitas. Sus calles están llenas de flores, ya sea en los tiestos colgados de las farolas o en los jardines de las casas bajas y multicolor que llenan las laderas boscosas del monte Roberts. Hay pocos edificios altos, y más que una gran metrópoli parece un pueblo que ha crecido rápidamente pero que aún conserva el encanto de las pequeñas poblaciones.

  El autobús me deja en Admiral Way, justo ante el enorme edificio de la biblioteca, que domina un muelle con dos o tres hidroaviones amarrados y un aparcamiento lleno de grandes trucks y furgonetas, con cajas de carga posterior destapadas y una omnipresente nevera detrás para mantener fríos los refrescos. Subo a la biblioteca, que está en la última planta de un edificio para aparcamientos. Los grandes ventanales de la biblioteca se abren directamente sobre el agua del canal de Gastineau, la porción de mar que separa Juneau de la isla de Douglas. Por todo el canal circulan lanchas recreativas, barcos de pesca, y ocasionalmente se elevan o amaran los omnipresentes hidroaviones. Durante gran parte de la semana, sin embargo, la visión sobre el amplio canal y las casas residenciales de la isla de Douglas, sobresaliendo cada una de ellas como pequeñas islas en un mar de píceas oscuras, queda reducida a unos cuantos camarotes del crucero de lujo que atraca en el muelle delante de la biblioteca.