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Purgatorio

Purgatorio

Autor:Nathalia Tórtora

Terminado

Introducción
Anahí tenía dos enemigos: la muerte y el maquillaje corrido.Esta historia comienza la mañana en la que debió enfrentarse a ambos.Después de perder la vida en un robo a mano armada, Anahí despertó en una ciudad que imitaba a Buenos Aires, pero que parecía haberse quedado estancada en el tiempo.Confundida, recorrió las calles grises en busca de ayuda.Se aferró a la idea de que su familia la estaría buscando y que pronto la hallarían, pero todas sus esperanzas se desvanecieron cuando descubrió la verdad: estaba muerta y se encontraba en el purgatorio.Durante treinta días, Anahí se vio obligada a formar parte de una civilización atravesada por personajes de épocas pasadas, en un abanico cultural que la sumergió en viejas modas, tangos, traiciones, amores de antaño y costumbres que chocaron con su percepción contemporánea del mundo.
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Capítulo

  La muerte sorprendió a Anahí cuando ella menos lo esperaba. Como una ráfaga de viento salvaje, en tan solo un instante la muchacha dejó de ser, de estar. Abandonó Buenos Aires sin despedidas ni equipaje. Solo se fue, se marchó en algún momento de la madrugada entre las calles del barrio de Caballito. El hecho fue fugaz, tan veloz que la chica ni siquiera sintió su partida. Efímero hasta el punto de que, al despertar, no comprendió que algo había cambiado en ella.

  Anahí sentía un terrible dolor de cabeza, una punzada aguda similar a las que dominaban sus mañanas de resaca. Reconocía el tipo de jaqueca a pesar de que la ebriedad no era usual para ella. Podía contar con los dedos de una mano cuántas veces se había sentido de esta forma. Lo extraño, sin embargo, era que no recordaba haber tomado nada la noche anterior.

  Estaba incómoda, contracturada, adolorida y quería dormir un rato más. Además, tenía frío. Mucho frío.

  Todavía adormilada y con los ojos cerrados, estiró un brazo en busca de sábanas o frazadas, pero sus dedos no encontraron abrigo. Dio media vuelta sin pensarlo y cayó al piso.

  Abrió por fin los ojos de repente, confundida. Aunque su entorno todavía le resultaba borroso, pudo reconocer el verde que la rodeaba y le hacía cosquillas en la nariz: pasto. Eso significaba que no había regresado a su casa. Supuso que estaría en Parque Rivadavia o Centenario .

  Una corazonada le decía que algo andaba mal, que la noche anterior no había sido la mejor de su vida y que un percance la había obligado a cambiar sus planes.

  No lo recordaba.

  Su consciencia yacía estancada en el limbo de las mañanas: ni dormida ni despierta; ella siempre decía que cuando recién se levantaba era casi un zombi. Una vez incluso le gruñó a su hermana a modo de saludo porque no podía articular palabras coherentes. Lo sabía porque la habían filmado. Fue todo un papelón , el video se subió a Facebook sin su permiso.

  Anahí se sentó, se frotó el rostro con ambas manos para despabilarse y observó luego el paisaje con más atención. Su mirada se encontró tanto con árboles como con edificios y con piernas que pasaban frente a ella a gran velocidad.

  Desorientada, alzó la vista y notó que acababa de caerse de un banquito de piedra, de esos que todavía quedan en alguna que otra plaza que no ha sido remodelada en las últimas décadas. Se llevó una mano a la adolorida cabeza, mientras que con la otra se frotaba los ojos por segunda vez.

  Bostezó.

  Sabía que su prioridad era regresar a su hogar y disculparse en el laburo por haberse tomado el día sin avisar. Anahí se puso de pie y comenzó a caminar por el sendero del parque, mareada. Pronto notó que no reconocía el lugar y que las personas que pasaban junto a ella esquivaban su mirada, se alejaban tanto como

  podían.

  «Supongo que parezco toda una vagabunda. O un zombi».

  Se imaginó con el cabello enredado y el maquillaje corrido.

  Necesitaba ver su reflejo y retocarse el delineado.

  Fue esta idea la que le hizo notar que le faltaba la cartera .

  Recordó entonces parte de lo ocurrido la noche anterior. Habían intentado robarle la moto cuando regresaba de la casa de su pareja. Anahí había abandonado el vehículo en algún punto de Caballito para luego salir corriendo en busca de ayuda, abrazada a sus pertenencias. No sabía cómo había llegado al parque, pero supuso que habría corrido hasta allí y que se había desmayado por el susto; de seguro, algún otro chorro le quitó la cartera mientras dormía. Buenos Aires era, después de todo, una ciudad bastante insegura.

  Puteó.

  Se llevó una mano al bolsillo de su campera y volvió a putear porque no tenía ni siquiera monedas para tomar el colectivo . Resignada, se puso la capucha para ocultar su aspecto y atravesó el parque. Sin tener un destino en mente, se internó entre los edificios de la ciudad.

  Estaba perdida.

  Anahí no reconocía ni el paisaje ni los nombres de las calles. Tampoco se encontró con los locales de grandes marcas que solían estar por todos lados y que invadían la metrópolis. Y algo le molestaba. Algo se sentía extraño, fuera de lugar: el gris.

  Las ciudades suelen ser grises, pero aquel barrio era, sin lugar a dudas, más gris de lo normal. La calle era gris. La vereda era gris. Los autos eran grises. Las marquesinas estaban diseñadas en distintas tonalidades de gris y vendían objetos grises para gente que solo se vestía de gris. A su alrededor, todo parecía monocromo, salvo por pequeños detalles, como el pasto o las luces del semáforo, que le indicaban que no era un problema de su vista.

  «¿Qué mierda?».

  Anahí se detuvo frente a una vidriera que ofrecía zapatos grises, blancos y negros. Allí vio su reflejo por primera vez.

  Su ropa parecía haberse puesto de acuerdo con el resto de la ciudad. Lo que la noche anterior había sido rojo, ahora se mimetizaba con el paisaje. Y, como lo supuso, tenía el maquillaje corrido. El delineador se escurría por su rostro y no quedaban rastros del labial carmesí. Todo esto, sumado a la palidez de su piel, la hacía lucir como un arlequín gótico. Enfadada, se frotó los ojos con bastante intensidad en un vano intento por remover lo que quedaba del delineador, pero su piel se manchó incluso más. Desesperada, humedeció con saliva una porción del cuello de su blusa y lo utilizó para remover lo que quedaba del maquillaje. Cuando terminó, el único color que permanecía en su rostro era el gris de sus pronunciadas ojeras.

  «Genial».

  Al menos su cabello mantenía el tono bordó . No era su coloración natural, pero utilizaba la misma tintura desde que estaba en el secundario y sus conocidos ya habían olvidado cómo se veía con el pelo negro.

  Dejó caer la capucha sobre su espalda y sonrió ante lo ridícula que se veía en el reflejo: su cabello estaba enredado como nido de caranchos . Se llevó varios dedos a la nuca y trató de peinarse con la mano, pero algo había endurecido los mechones, la sensación era similar a cuando se enjuagaba mal antes de salir de la ducha.

  «Qué asco, de seguro me cagó una paloma», pensó, y se volvió a poner la capucha.

  Tenía que encontrar un modo de regresar a su hogar. El estómago le rugía con fuerza a cada paso que daba y le avergonzaba en demasía su apariencia.

  Avanzó por las viejas veredas con prisa. Las primeras cuadras las atravesó anonadada, ahogada en curiosidad; pero, conforme el tiempo pasaba, el miedo se apoderaba de ella.

  Anahí había decidido seguir un consejo que su abuelo le había dado cuando ella aún era chica: «Si te perdés en Capital Federal, caminá en línea recta y en algún momento vas a llegar a una avenida».

  Ella sabía que, en algunos sectores de la ciudad, las grandes avenidas se encontraban más cerca que en otros. Recordaba por ejemplo que, a la altura de Palermo, las avenidas estaban como a veinte cuadras entre sí, pero que en microcentro la distancia era bastante menor.

  Lo intentó durante horas. Comprendió que no se encontraba en microcentro después de caminar casi dos kilómetros por una calle llamada Ordenanza, de la cual jamás había oído hablar.

  Para cuando llegó por fin a una avenida, el dolor de cabeza ya no era un problema, porque el cansancio y las ampollas de sus pies ocupaban todos sus pensamientos. Anahí miró el nombre que salía en el cartel con curiosidad: Av. Dr. Alberto Martiz, esa nomenclatura tampoco le resultaba familiar. Quizá, ya no se encontraba en Capital Federal, sino en algún rincón del Gran Buenos Aires .

  En reiteradas ocasiones intentó acercarse a los transeúntes para pedir direcciones, pero las personas le rehuían con temor; algunos se cruzaban de vereda y otros ingresaban al negocio más cercano porque de seguro pensaban que les iba a robar o que estaba drogada. Los veía cuando la señalaban y susurraban a sus espaldas. Para peor, su aspecto era tan malo que no se animaba a asomarse a los locales por miedo a que la sacaran a patadas. Estaba sola, sola y perdida en una ciudad que rechazaba su presencia.

  Suspiró y continuó caminando. Prestaba especial atención a las paradas de colectivos que se cruzaban en su recorrido. Cualquier número que le resultara familiar serviría para acercarla

  a una zona que ella conociera. Contaba con que le permitieran viajar gratis cuando explicara su situación. Siempre había choferes con buena onda entre el montón.

  3414, 9827, etc., etc. Los colectivos tenían números altísimos. Ella buscaba el 2 o el 26, pero solo encontraba dígitos por encima del mil.

  Una idea un tanto ridícula y exagerada le cruzó por la cabeza: Quizá la habían drogado, secuestrado, violado y tirado en un parque en otra provincia o incluso en algún país vecino. Se estremeció con asco ante la idea, aunque pronto reconoció que su cuerpo no se sentía extraño ni débil; no había signos de que un crimen de tal calibre hubiese sido perpetrado, pero tampoco encontraba una mejor explicación para la situación en la que se encontraba. No sabía qué pensar o cómo regresar a su hogar.

  Lo peor era que todo intento de pedir ayuda era en vano. Las personas no dejaban de alejarse de ella como si fuera un monstruo, y todavía no había encontrado siquiera una comisaría para pedir ayuda. Se sentía culpable porque ella habría hecho lo mismo si fuera una transeúnte más. Estaba acostumbrada a caminar con miedo, a desconfiar de todos los extraños que no estuvieran bien vestidos. Era horrible encontrarse del otro lado del espejo y ser ella la rechazada. Quería gritar que necesitaba ayuda, que no tenía malas intenciones, pero sabía que no le serviría de nada: en Buenos Aires la gente no podía darse el lujo de creer en las palabras de alguien con su deplorable aspecto.

  El sol, que se había escondido detrás de nubes toda la tarde, comenzaba a desvanecerse ya entre los edificios. La noche se acercaba rauda, mientras ráfagas de viento helado se colaban debajo de su campera.

  Desesperada, la pelirroja volvió a doblar en una esquina y se sentó en el borde de la vereda. Abrazó sus rodillas y lloró.

  El tiempo pasó a su alrededor con prisa.

  —¡Te voy a matar, hija de puta!

  Anahí estaba a punto de quedarse dormida cuando un grito la despabiló. Levantó la mirada y notó que había anochecido, ya no se veían transeúntes a su alrededor. Se preguntó qué hora sería. La ciudad estaba casi a oscuras. La iluminación era tenue y creaba sombras amorfas sobre las paredes de las casas. Anahí suponía que su familia la estaría buscando, que habrían ido a la policía con alguna foto para que su rostro apareciera en los noticieros y en Internet. Sonrió por un instante al imaginarse que su madre escogería una de esas estúpidas selfies que se sacaba frente al espejo poniendo los labios como un pato, o capaz una de las ridículas imágenes que su pareja le sacaba cuando recién se despertaba. Al menos, era obvio que seguía en la Argentina, los insultos eran inconfundibles.

  —¡Cuando te agarre, te mato!

  Otro grito la hizo poner los pies sobre la tierra; esta vez la voz sonaba más cercana y revelaba que se trataba de un hombre adulto.

  Anahí oyó pasos. Una persona corría en dirección a donde ella se encontraba. Algo ocurría a su alrededor y podría ser peligroso. Ya se había visto obligada a enfrentarse a un tipo armado la noche anterior y no quería verse forzada a repetir aquella

  desagradable experiencia.

  Los pasos estaban ya casi sobre la esquina. Anahí no tenía tiempo de esconderse o de correr hacia la avenida. Asustada, y aún sentada, maldijo que no hubiera una ochava ; giró la cabeza y estiró su cuerpo para espiar lo que ocurría en la vereda perpendicular a la suya. Fue entonces cuando algo —o, mejor dicho, alguien— tropezó con ella y cayó al suelo.

  —¡Mierda! —puteó una chica—; movete, pelotuda , que, si me agarran, me matan. —La extraña se puso de pie con prisa.

  Anahí analizó a la joven con la mirada. Bajo el manto de la oscuridad, solo algunos detalles eran claros. Se trataba de una muchacha bastante alta, pero de no más de diecisiete años. Llevaba puesto un gorro blanco de lana que ocultaba su cabello. Cargaba un paquete bajo el brazo, pero, por lo demás, estaba vestida totalmente de negro y su atuendo se camuflaba con la noche.

  —¿Estás bien? —le preguntó Anahí, preocupada.

  La chica no contestó, tan solo se puso de pie y siguió corriendo. Su perseguidor ya casi la alcanzaba. Los pasos retumbaban en el silencio de aquel desértico barrio.

  Sin comprender el núcleo de lo que ocurría, Anahí siguió un impulso repentino y estiró su pierna derecha en la dirección de la que provenía el hombre. Sabía que le quedaría un moretón luego de ello.

  Él también cayó de cara al piso segundos después.

  Anahí no podía definir los rasgos de su víctima, pero percibía que el extraño emanaba un intoxicante olor a colonia barata de vainilla.

  No lo pensó dos veces. La pelirroja se puso de pie tan rápido como pudo y comenzó a correr detrás de la otra chica. Ese hombre había amenazado de muerte a una adolescente y, por el tono de su voz, hablaba en serio. Lo mejor sería huir y preguntarle luego a la muchacha qué había ocurrido. Anahí supuso que la situación era similar a la que ella había vivido la noche anterior.

  Pronto descubrió que correr por la ciudad de noche y con zapatos de taco aguja no era tarea sencilla. Las veredas rotosas la hacían perder el equilibrio con excesiva frecuencia y la obligaban a buscar sostén en paredes y postes de luz.